Crítica de libros

El circo y la granja

La Razón
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Hace más de medio siglo que Sir Bertrand Russell, no se sabe si ya al corriente o no de lo que ocurría entre gentes por las que parecía que le gustaba ser jaleado, dijo aquello de que, si le daban una sociedad con un cierto bienestar económico, en muy poco tiempo lograría hacerla creer que los pollos se asan en la nevera, y se congelan en el horno. Pero ya había mucha gente al tanto de lo que el señor Stalin llamaba «ingeniería de almas» para que tal afirmación se tomara como una figura retórica; así que más de cincuenta años después, se tiene la sensación de que incluso el asunto se ha asimilado y nos hemos resignado a vivir con ese sistema ingenieril del espíritu, y nada puede extrañarnos como, pongamos por caso, que la muerte puede ser la vida y que un mono bien puede ser denominado persona. Puestos en el camino de la humillación de la razón por razones políticas, se puede llegar a donde plazca, y las mentes han podido ser igualmente lavadas para admitir todo eso.

Y lo que ha ocurrido, para lograr esto, ha sido el casi perfecto funcionamiento del sistema educativo de Chigaliov en Demonios de Dostoievski, cuya primera etapa consistía en liquidar la cultura llamada antigua, y un segundo tiempo comporta la oportuna siembra, luego, sobre esa tabla rasa dejada con aquella liquidación. Más el «plus»: de la presencia de un chivo expiatorio al que echar la culpa de que los pollos no se congelen en el horno ni se asen en la nevera, y un ámbito de idilismo de la naturaleza, con sus misterios sagrados de la selva o de la tierra. Algo que, por cierto, reverdecería ahora en el cientismo de nuestro tiempo, como nos recuerda Stephen Wizinczey a propósito de las posibilidades de una sociedad totalitaria como aquella en la que el Estado administraba la vida humana, desde el despeñamiento del excedente femenino en Esparta, o la producción de mujeres con los pies pequeños en el Celeste Imperio, hasta los horrores de los dos grandes totalitarismos modernos, y los cientismos democráticos en los que ya hay más protección legal para un nido de ave o reptil que para un embrión humano; lo que tampoco significa ni de lejos un respeto y un amor a los animales. Sólo se trataría de praxis ecologista.

Pero, si Francisco de Asís amaba a los animales, era porque amaba la creación entera, y no por ninguna razón sentimental científica o estética; y, en «Los hermanos Karamazov», dice el «starets» Zósima a sus discípulos, refiriéndose a los animales, estas palabras fundantes: «¡No les quitéis la alegría de vivir!». Y ésta supone el respeto que también negamos a los seres humanos que son víctimas de la desgracia, y no saben ni pueden defenderse, y están llenos de «una tristeza que corta la voz», como explica Tomás de Aquino. Su «máscara de sufrimiento está sobre el rostro de la naturaleza, y sobre el rostro de los animales», añadirá Schelling.

Este profundo respeto es el que administra el hombre. Si se lo tiene a otro hombre, se lo tendrá a los animales, aunque sólo sea porque éstos son una manifestación de vida sin palabra, y su silencio nos recuerda a los hombres, la parte mejor de la propia especie, «los seres de desgracia» que maltratamos o desamamos en su humanidad.

Una vez, René Descartes, que pensaba que los animales eran como máquinas, tuvo envidia de los monos, porque oyó a unos misioneros que unos inditos les habían contado que los monos hablaban, pero que no se dejaban sorprender hablando, para que los hombres no les hicieran trabajar, y Descartes, se decía que, si hubiera sido prudente como los monos y no hubiera escrito nada, no tendría que enfrentarse con los inconvenientes de la fama.

Pero seguramente ahora los monos se estén más callados que nunca pensando en si, asimilados a los humanos, pasarán también ellos al Gran Circo y a la Gran Granja de la Historia.