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Ese momento Lucas HAURIE
No es verdad que el fútbol sea la continuación de la política por otros medios, como dijo algún listillo parafraseando a Clausewitz, o el nuevo opio del pueblo, como replicaron sabihondos de corte marxista. No tenía sentido la tabarra que nos dieron durante todo el Mundial los sagaces de turno, que relacionaban maliciosamente la fecha del Debate sobre el Estado de Nación, poco después de la final, con el clásico «panem et circenses» revisitado por Zapatero. Una semana después de que Iniesta fulminase a Stekelenburg, la economía española seguía siendo un erial con cinco millones de parados; y su política, el reñidero de gallos de siempre. Ser campeón del mundo de fútbol supuso una alegría tan grande que sobraban interpretaciones en clave sociológica. ¿Cómo va a cambiarnos la vida un gol? ¿En qué se alivian nuestras miserias con un penalti fallado por Paraguay? Pero esa noche de domingo, con el aire acondicionado deglutiendo kilovatios y cientos de cadáveres de botellines desparramados por el parqué, gritamos como endemoniados, sufrimos como galeotes, nos abrazamos como amantes que se reencuentran tras un siglo y alguno hasta se partió la camisa como un gitanito de Jerez cuando a Paula lo arrebataba el soplo. Esa noche, en millones de casas, los habitantes de este país en ruinas y al borde de la desmembración nos sentimos vivos. Yo creo, modestamente, que la felicidad es eso y que es así de evanescente. Por lo demás, «it is just a ball game». No podemos pedirle más a lo que es sólo un juego con una pelota.
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