Historia
Políticos claros por José JIMÉNEZ LOZANO
Probablemente el que en política todo el mundo valga lo mismo para un cosido que para un barrido debe de ser cosa de siempre, porque ya Platón nos presenta a Sócrates un tanto extrañado de que para ser un buen conductor de carros hay que haber sido enseñado, pero la política no exige ninguna destreza como no sea la sofística de hacer ver lo blanco negro, que no hay que negar que tenía y tiene su mérito.
Al fin y al cabo, el charlatán que vende en la calle o la más sofisticada publicidad de lo que trata es de vender algo y, si lo vende ¿para qué precisa más habilidades? Absolutamente para nada. Y esto explica perfectamente que un político esté un día en un área de la ganadería y al día siguiente en el de la enseñanza, y que puede hacerlo estupendamente en las dos, o nos engañe tan excelentemente que es igual que si lo hiciera bien.
Así se entienden bien dos historias políticas muy similares, en torno a Sagasta y a don Nicolás María Rivero. La atribuida a Sagasta decía que un pariente y amigo suyo le pidió un cargo en cierta ocasión y entonces Sagasta le leyó una lista de vacantes de cargos eclesiásticos, y como el familiar o amigo de Sagasta objetó que él no era clérigo, Sagasta le había contestado que si comenzaba poniendo dificultades a lo que se le ofrecía, no iba a encontrar dónde colocarse.
Esta clase de ironía, así como un cierto cinismo, eran muy propios de Sagasta, desde luego, y los utilizó, tanto estando en el Gobierno como en la oposición, y lo mismo respondía a quien le reprochaba su antimonarquismo y que llevaba decenas de años siendo ministro de la Monarquía, que también había tenido el sarampión de joven, como afirmaba de los presupuestos de su gobierno, que lo importante era que «ya que gobernamos mal gobernemos barato», que al fin y al cabo es por lo que las gentes perdonan casi todo a sus gobernantes.
La otra anécdota acerca de la adaptabilidad de un político a cualquier función o cargo la cuenta don Natalio Rivas, que reducía la Historia a género chico, pero interesante, y según esta historia un partidario y amigo de don Nicolás María Rivero, ministro de la Gobernación en 1870, se presentó a éste pidiéndole un destino, y entonces el señor Rivero, tras hacer el elogio de su visitante ante los funcionarios, se excusó lleno de pena, porque su amigo había llegado tarde, cuando ya no quedaba ningún cargo importante – esto es, de aquellos que permitían levantarse a las once, que eran lógicamente los que merecían la pena–; pero de todas maneras llamó al jefe de personal, que recorrió la lista de las ofertas de destinos públicos y sólo encontró uno libre que era el de capellán de la cárcel. Pero el señor Rivero debía de tener alguna neurona política más que Sagasta, y encontró la solución. Rivero explicó a su amigo, que, dado que la presencia del capellán no se notaría más que a la hora de cobrar y faltaban tres meses para que se decidiera sobre quién ocuparía la capellanía, su amigo podía ser nombrado capellán interino; y así se hizo para, a los tres meses, otorgarle una plaza de mando en la Policía. Y nadie negará que éstas son reformas y adaptación de la Administración a las necesidades reales con las que dan tanta lata los «media», que ni piensan que puede haber en nuestra clase política algún Sagasta o algún Rivero, e incluso algún Cánovas.
Nunca se sabe. Un día, los conservadores madrileños hicieron una «manifestación de los hombres honrados» contra los liberales que habían metido un poco la mano en la bolsa municipal y, cuando Cánovas vio aquel gentío bajo su balcón presidencial, afirmó que nunca había creído que hubiera tantos hombres honrados en su partido y en Madrid. Y todo el mundo entendió y rió. No había, entonces, especialistas en lenguaje político-económico.
José JIMÉNEZ LOZANO
Premio Cervantes
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