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Estocada a la afición

La Razón
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Es su afán de hacer más felices, más benéficos y más nacionalistas a los catalanes lo que ha llevado al Parlament a prohibir las corridas de toros, aunque no los «correbous», en los que al toro se le tortura de manera más catalanista y progre, lo cual los eleva a categoría de tradición cultural digna de ser preservada y promovida por los poderes públicos. Resulta extraño que siendo tan aficionados a los referéndums y a las consultas populares, sobre todo a las ilegales, los políticos catalanes no hayan sometido una prohibición de este cariz al voto de los ciudadanos, a esa sufrida afición de la que sólo se acuerdan por obligación una vez cada cuatro años. Como es comprensible, los toreros, los ganaderos y los empresarios del sector están que braman y sublevados, en buena parte porque se les achica el mercado. En ese caso, deberían adaptar el «negocio» al nuevo reglamento y si lo que quieren los burócratas catalanes son cabras para reventarlas a carreras en las verbenas de los pueblos, pues que se dediquen a criar cabritos de pura raza y aquí paz y después gloria. Pero si lo que de verdad quiere el mundo taurino es luchar por la pervivencia de la Fiesta, la solución no está precisamente en reunirse con la ministra de Cultura, la siempre elegante González-Sinde, por mucha inclinación que la guionista sienta por los toros. La única manera de impedir que el prohibicionismo catalán se expanda como una mancha de aceite es convenciendo a los millones de aficionados de que merece la pena acudir a una corrida de toros donde los animales no parezcan acémilas, donde los matadores recobren cierta honestidad perdida y donde no se dé gato por liebre a un respetable poco respetado.

Además de rasgarse el traje de luces, los toreros tienen la obligación de recobrar la pureza de una Fiesta adulterada por las ganaderías de saldo y ocasión, no imponer ni tragar con cabras de «correbous» para salir del paso ante unos tendidos de los que ha desaparecido hace ya tiempo la pasión por el toreo de belleza convulsa. Los verdaderos enemigos de las corridas no son esos nuevos torquemadas y censores de las costumbres sociales, sino los que parasitan el toro y succionan jugosos beneficios sin importarles un comino la decepción que tarde tras tarde se adueña del redondel. Los únicos que pueden salvar a la Fiesta de la extinción son los aficionados, pero habrá que darles motivos convincentes para que sigan acudiendo a la plaza, y no mascaradas con moscas para turistas ni animales que hasta para hacer albóndigas resultarían inservibles.