Grecia
Qué hacer con la Cultura por Joaquín Marco
Las familias tienden a relegar el esfuerzo a una escuela que se descompone, que no llega a advertir cuáles son sus enfermedades
No sabemos ya muy bien cómo identificar lo que designamos con el término Cultura, elemento abstracto en el que se integra lo científico, lo tecnológico, lo humanístico y lo tradicional. Ortega y Gasset se preocupó por sumar algunos gramos de ciencia a lo que se valoraba en su tiempo sólo como humanístico. Llegar a ser una mujer o un hombre culto significó en el pasado cierto estatus social. Se apreciaban determinadas lecturas, se aludía a los clásicos. Incluso se estudiaba oratoria y retórica. El tópico era apuntar que la cultura consistía en lo que quedaba después de haber olvidado lo que se había aprendido y que, en consecuencia, resultaba inútil. Pero las familias deseaban que sus hijos fueran cultos y hasta cultivados (la buena educación ya se suponía) y se respetaba, en apariencia, a los maestros, como se hace todavía en algunos países. Pero la cultura ha ido creciendo, sumando actividades, eliminando otras y, a la vez, desprendiéndose de antiguos materiales. Hoy se alude sin rubor a la cultura del fútbol o a la de las pasarelas. La reciente muerte de Tàpies, siempre discreto, uno de nuestros pintores universales, al que traté en un tiempo, me ha hecho reflexionar sobre el papel que en su actividad –al margen del oficio– llegó a significar la amena conversación con otros intelectuales ajenos al oficio o su amistad con el excéntrico y ahora admirado, aunque no leído, Joan Brossa.
Tàpies fue bibliófilo, se interesó por la filosofía (en «Dau al Set», el primer estadio del grupo, podíamos advertir a Arnau Puig, su último superviviente, formado en el pensamiento filosófico de Occidente), aunque más tarde Tàpies giraría hacia el oriental. Pero gustó del cine mudo (que proyectaba en su casa para algunos amigos elegidos) y experimentó con todo lo material espiritualizado que le rodeaba. Fue, sin duda, hombre culto y, muy joven, pudo disfrutar del apoyo de E. d'Ors. Pero nunca estuvo lejos, porque vivió en su tiempo y circunstancias, de las pretensiones del modelo renacentista. Hoy la cultura (ya con minúscula) parece buscar refugios en Internet y sus recovecos que también existen. Pero los nuevos exploradores, incapaces de abarcar lo pasado y lo nuevo, abandonaron aquel sustrato que se nos ofrecía: el mundo clásico, los orígenes de un Occidente en perpetua crisis. ¿Pero quién iba a decirnos que Grecia pasaría a convertirse en una inexplicable pesadilla económica? La globalización nos ha convertido en miltiparlantes, aunque apenas lectores. Valoramos más la imagen que la palabra. Las masas invaden los museos, pero ya no disponen del tiempo ni del gusto personal necesario, crítico, para descubrir el pequeño lienzo en El Prado que E. d'Ors prefería a los más celebrados. Se ha perdido también el placer del descubrimiento, porque la masificación y la cosificación nos invaden, como las listas de libros, los más vendidos. La música enlatada nos aleja de las salas de concierto y ya vemos el cine tan sólo en la pequeña pantalla del televisor. La conversión a la cultura no puede dejar de ser un esfuerzo individual que sólo agradece quien ya está dirigido hacia ella. Pero las familias tienden a relegar el esfuerzo a una escuela que se descompone, que no llega a advertir cuáles son sus enfermedades. La cultura también se globaliza. Incluso la novela de género –la que más se practica, porque puede convertirse en un best-seller salvador– se nos ha convertido en nórdica o japonesa.
Lo tradicional, que se mantuvo durante siglos, se convirtió en rareza. Hasta comienzos del pasado siglo los filólogos iban recogiendo el romancero oral, que se mantenía desde el Siglo de Oro y que más tarde pudo recuperarse todavía en Latinoamérica. ¿Quién se acuerda hoy de aquellos romances o canciones infantiles que García Lorca redescubrió? La radiofonía acabó con ellos, como los nuevos ritmos y danzas dieron al traste con lo que ahora se califica de arqueológico. El vértigo del cambio, en el ámbito de la cultura, nos ha llevado a valorar nuevas formas de expresión, desde los cómics a la poesía visual. El ser culto se ve forzado a la superespecialización, porque en cualquier materia los descubrimientos han alcanzado tales dimensiones que uno ya no puede saber siquiera las novedades en sus campos de trabajo. Los mejores ejemplos del pasado los encontraríamos en aquellos médicos humanistas, como Gregorio Marañón, o en científicos como Ramón y Cajal. El fenómeno no se circunscribe tan sólo al ámbito español, aunque aquí de lo primero que los políticos tienden a desprenderse es de la cultura: menos escuelas y universidades, menos laboratorios e investigación (ya descubrimos hace años aquello de «que inventen ellos»), menos creadores, editoriales, bibliotecas o programas culturales. Podemos, de este modo, ir tirando hasta alcanzar en breve los seis millones de parados. Porque también, para que nada falte, se alude ya sin reparos a la cultura del paro. Si hasta se recorta en Salud, se nos advierte. ¿Qué hacer con la Cultura? Lo sabrán en el futuro.
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