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Llamas de cera (I) por José Luis Alvite
Supongo que era por culpa del clima tan lluvioso por lo que los ricos de mi infancia apenas salían a la calle y se sabía muy poco de sus vidas. Eran ricos de toda la vida, hombres y mujeres que a lo largo de varias generaciones habían heredado el dinero, los modales y el servicio. No hacían ruido, tenían unas limpísimas manos sin sangre y apenas gesticulaban. Fui desde Cambados en barco unas cuantas veces a visitar a uno de aquellos ricos en su casona de piedra de la isla de La Toja y recuerdo la impresión que me causó el silencio casi balneario, el olor de la cera del piso y los pedagógicos carraspeos de aquel afamado cirujano que incluso en verano se abrigaba mucho, encendía la lumbre en la chimenea y echaba las cortinas para procurarse en el salón una suave luz como de museo, la contada claridad que se necesita para que el sol no deslumbre las llamas. El prestigioso cirujano era un hombre rico y culto que leía mucho y coleccionaba pintura sin pensar en que fuese una inversión, sino por el mero placer de contemplarla. Mi padre le conocía de muchos años y me dijo que jamás le había visto sudar. Tampoco parecía un hombre que se dejase arrastrar por las pasiones. De regreso al anochecer en Cambados, después de una de aquellas visitas, mientras cenábamos, tía Pepita le comentó a mi padre que aquel austero cirujano culto y adinerado formaba parte de una clase a extinguir. No recuerdo que mi padre añadiese algo a la sobria observación de su hermana, pero yo sabía que la idea que él tenía de aquellos ricos era la de que se trataba de unos señores reacios a la ostentación y al derroche, refinados y prudentes, una casta de seres comedidos y sin vicios, hombres y mujeres ajenos a los sudores lúbricos de la fisiología, capaces de reproducirse de espaldas y con la ropa puesta.
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