España

«España ha dejado de ser católica»

Así lo dijo Azaña en las Cortes el día que tomó posesión de la presidencia del Consejo en 1931. Así se fabricó una «cuestión religiosa» que acabó con la persecución e iglesias quemadas. Un falso problema 

Miembros de la Compañía de Jesús cargan en un camión sus enseres para preparar la huida de España
Miembros de la Compañía de Jesús cargan en un camión sus enseres para preparar la huida de Españalarazon

Entre 1893 y 1897, Manuel Azaña, hijo de una ilustre familia de burgueses liberales, estudió derecho en la universidad regentada por los agustinos en El Escorial. En 1927, Azaña publicó «El jardín de los frailes», donde dejó claro el escaso afecto que sentía por la educación recibida. En abril de 1931 fue proclamada la República y en mayo se produjeron los incendios de conventos que, según cuenta Miguel Maura, Azaña, ministro de Defensa, no quiso impedir. En octubre de 1931, Azaña llegó a ser presidente del Gobierno tras una intervención parlamentaria centrada en la llamada «cuestión religiosa».

Entonces, entre 1931 y 1933, tendría lugar el cierre de todos los establecimientos de enseñanza regentados por órdenes religiosas. España había dejado de ser católica, según había dicho el propio Azaña en el discurso que le llevó a la presidencia (octubre de 1931). En consecuencia, la España republicana prohibió la enseñanza a cargo de las órdenes religiosas. A partir de 1936, después de llegar a la presidencia de la República, a Azaña le tocaría ser el jefe del Estado de un régimen en guerra que prohibió cualquier manifestación religiosa, incluida la celebración de la misa, y no supo evitar la destrucción de una parte sustancial del patrimonio artístico y arquitectónico religioso español, así como el asesinato de unas 7.000 personas por el solo hecho de declararse católicas. De las atrocidades cometidas en los primeros días de la Guerra no se libraron los agustinos de El Escorial, y así se lo hizo saber a Azaña uno de sus antiguos profesores, que le visitó entonces.

La Iglesia, sin poder

La trayectoria de Manuel Azaña resume casi a la perfección lo ocurrido entre los gobiernos republicanos y la Iglesia católica. Conviene partir, en primer lugar, de un hecho que casi toda la historiografía da por hecho, y es la existencia de un supuesto «problema religioso» que la Segunda República tuvo que acometer porque la resolución de dicho «problema» formaba parte de la tarea de modernización pendiente en España. Sin embargo, es posible pensar que la llamada «cuestión religiosa» ya había sido acometida por los liberales en el siglo XIX. Las desamortizaciones de los primeros años del régimen liberal, entre 1835 y 1855, habían acabado con cualquier rastro de poder que le quedara a la Iglesia católica en España: en el reinado de Isabel II, los sacerdotes habían pasado a ser funcionarios públicos y la Iglesia se había quedado sin órdenes religiosas, sin propiedades de ninguna clase y sin capacidad para actuar como agente económico.

Luego la Iglesia fue recuperando terreno y, a finales del siglo XIX y principios del XX, el liberalismo español había alcanzado un equilibrio llevadero. Así lo muestra la anécdota de que los hijos de la élite del régimen liberal, como el propio Azaña, se educaran en una universidad católica, algo impensable cincuenta años antes. Había problemas, claro está. Una parte de la jerarquía y de la opinión católica recordaba con nostalgia la unanimidad religiosa, mientras que en los márgenes cundían actitudes anticlericales, de fuerte atractivo por su demagogia. A pesar de la espectacularidad de algunos brotes de violencia, como el de la Semana Trágica de 1909, esta situación habría sido relativamente fácil de gestionar si las élites políticas e intelectuales no se hubieran empeñado en hacer de su anticatolicismo un elemento central de la política española.

Fue eso lo que ocurrió, primero –y en tono menor–, cuando en los primeros años del siglo XX el Partido Liberal, con un programa agotado, recurrió al anticlericalismo como bandera de movilización. Todo se agravó cuando la Segunda República llegó como un intento de reforma total –de revolución, en palabras de sus dirigentes– de la sociedad española.

El equilibrio alcanzado por el régimen liberal entre la Iglesia y el Estado no era, a la altura de 1930, satisfactorio para nadie. Una España democrática no podía aceptar un Estado confesional católico, como lo había aceptado la Monarquía constitucional. En la esencia de las democracias modernas está el pluralismo y la libertad religiosa, y había que dar un paso en la separación de la Iglesia y el Estado. A eso se dirigieron algunas medidas promovidas por el Gobierno republicano, antes y durante del debate sobre el texto de la nueva Constitución. El Estado español declaró no tener religión oficial, se legisló el matrimonio civil, el divorcio y la posibilidad de optar por una enseñanza no religiosa.

Por su alto simbolismo, algunas de las medidas habrían requerido un poco más de cuidado: así, la desaparición de festividades religiosas, como la Semana Santa, y la liberalización de los cementerios. En cualquier caso, eran los elementos previsibles en un programa de reforma y democratización de España. Como tal fueron acogidas por una Iglesia que, en general, y salvo brotes integristas como el protagonizado por el cardenal Segura, se manifestó con prudencia ante el nuevo régimen. El acuerdo reservado al que llegaron el Gobierno y la Iglesia, en septiembre de 1931, empezaba a sentar las nuevas bases de la convivencia.

Todo se vino abajo con la discusión de la Constitución en el otoño de 1931, cuando quedó claro que los diputados, en representación de la nueva élite política, se habían tomado en serio el programa revolucionario enunciado para el advenimiento de la Segunda República. El planteamiento de la mayoría parlamentaria llevaba, efectivamente, a un cambio de fondo. La Constitución no contemplaba ningún estatuto específico para la Iglesia y quedaban suprimidas todas las órdenes religiosas. La Segunda República volvía a los tiempos del progresismo furibundo de hacía un siglo y hacía de la cuestión religiosa la piedra de toque del régimen.

Revolución anticlerical

Azaña sorteó el atolladero con una propuesta menos radical. Sólo se suprimirían los jesuitas –un clásico desde Carlos III–, aunque se prohibía ejercer la enseñanza a las demás órdenes. Se instauraba una medida esencialmente antiliberal, pero lo importante no era la libertad, sino el desalojo del catolicismo y de la Iglesia católica de la sociedad española: era una cuestión de «salud pública». La medida tuvo un enorme coste político y otro práctico, porque el Gobierno no tenía medios para suplir la enseñanza religiosa. Se recurrió al voluntarismo y a la ideología, con la exaltación de la escuela única y laica. La Ley de Congregaciones Religiosas, desarrollo del artículo 26 de la Constitución, puso a la Iglesia católica bajo la tutela del Gobierno. Acabó por hacer casi imposible cualquier diálogo. También contribuyó a que la derecha, de enorme influencia en la opinión pública, se negara a aceptar una Constitución que consideraba excluyente.

Es muy posible que la Iglesia católica española no estuviera a la altura de los tiempos en algunas cuestiones, como la doctrinal. En otras lo estaba de sobra, y así lo demuestran los avances educativos y pedagógicos, la capacidad de movilización social, la creación de instrumentos de comunicación de masas y la aparición de iniciativas tan modernas como el Opus Dei. Eran elementos democratizadores, pero quedaron sin desarrollar, en parte por el empeño de la izquierda en resucitar la cuestión religiosa, ajustar las cuentas con su propio pasado y dotarse de un pedigrí revolucionario. (Azaña escribía «rrrrrrevolucionario», con muchas erres).

Herrera Oria se adaptó al régimen
El catolicisimo español adoptó dos actitudes ante la llegada de la República. Ángel Herrera Oria, que había fundado el periódico «El Debate» en 1911, fue el representante del bando más moderado, actuando dentro de las posibilidades que le ofrecía el nuevo régimen. Adopta el accidentalismo, es decir, que la Iglesia es eterna y las formas de gobierno, en cambio, son temporales. Por tanto, se aceptaban las reglas de juego y a través de Acción Popular intentó participar en las Cortes Constituyentes, pero no lo logró. Antes de que comience la guerra, se marcha a Friburgo, Suiza, donde se ordena sacerdote en 1940. Tres años después regresa a España.