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La Razón
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Y, lo mismo que con la risa, con el llanto: a quien le quede un poco de corazón (siempre queda, aunque tan arrebujado en ideas que apenas se le oye) distingue llantos de veras, que le invitan a llorar a la par, de otros llantos, acaso desgarradores, que le dejan frío: son los que siente cargados de intención, lágrimas forzadas para un fin, para probar algo: los otros no se sabe de dónde vienen, se siente que ni el que llora lo sabe, y así al que lo ve u oye lo anegan en una común tristeza.
Los que se empeñan en separar al hombre de las cosas, cuentan que llanto y risa son dones humanos, que los animales ni lloran ni se ríen; pamemas de patriotas de la Humanidad: las cosas hablan, cada cual a su manera, y así también «hay lágrimas de las cosas» y las cosas de vez en vez se ríen, cada cual con la mecánica que le corresponde. Pero, aun dentro de nuestras maneras de risa y llanto, se distinguen unos que, como las risas y las lágrimas de las cosas, no saben por qué ni obedecen a ninguna orden o propósito, y otros, la mayoría, que sí sirven a la persona de uno, y al orden social por tanto. Y uno ¡es tan obediente (recuerda las veces que, viendo en cine un bodrio amoroso u oyendo una tamborrada militar, que te avergonzaban, se te llenaban de lágrimas los ojos) y tiene uno tal facilidad para llorar sinceramente un falso llanto!
Tú, hombre (a tu mujer ya le diré aparte otra cosa), no te dejes confundir, y dile a tu cónyuge llorosa: «Ya puedes soltar el trapo y arañarte las mejillas: yo sé por qué lloras y lo que quieres, y así no vas a conmoverme». O tú, ya puedes ser la mejor actriz del mundo llorar por encargo: si el drama que representas es, como suele, un mal engrudo y a ti no te ha hecho llorar a solas, tampoco a mí vas a hacerme que se me mojen las pestañas.