Historia

Japón

Una nueva Edad Media

La Razón
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Nuestro concepto de la Edad Media no es ya el que fue en tiempos no tan lejanos. Sin embargo, el mito de los años oscuros que se le atribuyeron todavía perdura. El observador tiene la impresión, en este inicio de la primera década del milenio, que está entrando en otra fase histórica. Ya se dijo, no sin mucha convicción, que la salida de la crisis económica, cuando se produjera, nos traería un mundo distinto. No sabemos bien la intensidad de los cambios, pero en poco tiempo hemos podido observar cómo los pilares sobre los que se asentaba la cultura del consumismo y la sociedad del bienestar se resquebrajan. No es una cuestión que derive de una determinada ideología política, porque vemos que las dos grandes corrientes sobre las que navega el hombre contemporáneo, tras el derrumbe de la utopía comunista, el neoliberalismo o centroderecha y la socialdemocracia o centroizquierda afrontan la situación con parecidos remedios. Situados al margen, podemos descubrir otros pensamientos minoritarios cuyo peso específico resulta todavía débil. La crisis del neocapitalismo se anunciaba ya en los inicios de la segunda mitad del pasado siglo. Sarkozy, en uno de los rasgos napoleónicos que le caracterizan, proclamó la necesidad de reformar el sistema, aunque luego haya dado la callada por respuesta. Pero no es únicamente el mecanismo financiero el que requiere serias reformas, la catástrofe de Fukushima, tras el terremoto y el maremoto, ha puesto de relieve la debilidad energética de nuestra civilización. La tecnología basada en centrales atómicas para generar energía se observó siempre con recelo. Utilizamos fuerzas que todavía somos incapaces de dominar.

El ser humano puede llegar a la Luna o mandar un satélite a Marte o elaborar el más sofisticado sistema de comunicación, pero es incapaz de crear suficiente energía inocua para sostener nuestro desarrollo. Si, ocurra lo que ocurra en Japón, renunciáramos a la energía atómica, las fuentes de las que todavía disponemos son perecederas: el petróleo, el gas y el carbón. Conviene apostar, pues, por las renovables, que no dañan al medio natural, pero resultan extremadamente caras y su uso exclusivo alteraría la configuración social. Sin las habituales, podríamos regresar a un pasado que nadie desea. Hemos organizado el desarrollo del primer mundo sin tomar en consideración la fragilidad de sus bases. Y para defendernos hemos prescindido de cualquier regla moral. Estamos contemplando, impasibles, la destrucción en Libia de un movimiento que pretendía escapar de una dinastía de dictadores, los Gadafi. Pero ni la UE, salvo Francia, ni los EE UU (que lo apoyaron en su inicio) quieren prescindir del petróleo libio, el más económico de la zona. Nos recuerda a los tiempos de la «no intervención» de las potencias democráticas, cuando aquí nos desangrábamos en una guerra cainita. Pero imaginemos que en un rasgo inesperado de valentía renunciáramos a las fuentes energéticas derivadas del uranio enriquecido o del plutonio. ¿Quién estaría dispuesto a regresar a una civilización neoagrícola, a una cultura de energías escasas? ¿Quién optaría por vivir en otro Tercer o Cuarto Mundo? ¿Dónde detendríamos el impulso, ya imparable, del desarrollismo que nos alienta? Tendríamos la evidencia de dar marcha atrás, de retornar a los tiempos oscuros como creímos que vivieron los hombres de la Edad Media, tras abandonar en parte la cultura del mundo grecolatino. Eran los orientales y los árabes quienes se situaron en otra dimensión.

Los momentos históricos nunca son equivalentes. Pero sin duda atravesamos algo más que una crisis de mal gobierno, evidente corrupción política, pérdida de valores, decadencia de la cultura escrita, información desinformada, horizonte sin expectativas. La suma de todo no deja de ser como un movimiento subterráneo que apenas aflora, pero que adivinamos. Son demasiados los elementos negativos, casualidades si se quiere, que coinciden. El pesimismo latente que observamos, claro es, puede entenderse como el paro persistente, fruto de una economía descompensada; pero tampoco explica el desánimo de las mermadas fuerzas intelectuales, entregadas cada vez más al éxito comercial, a las que acompañan el deterioro de la enseñanza y la educación. La sociedad en la que vivimos nos alerta con unas grietas que empiezan a aflorar. No es un mal nacional o no lo parece exclusivamente. Flotamos en un mar de dudas, de indecisiones, esperando, tal vez, otro Renacimiento que nos haga olvidar, como ocurrió en el pasado, la Edad Media. Pero éste, si llegara, no llegaríamos a ser conscientes de vivirlo o estar ya en el camino. No se aprecian nuevas ideas, sino viejos temores. Los terremotos han existido siempre sin tan nefastas consecuencias. Aprendimos a vivir con la naturaleza desde los orígenes. Pero el terror atómico, ejemplarmente interiorizado en Japón, es fruto de nuestra civilización, culpable de la forma de vida que elegimos. Algunos medios nos hablan de Apocalipsis y hecatombe. Sin llegar al amarillismo, podríamos quedarnos en la duda de que, al menos, algo sucede. Y este algo es tal vez más hondo de lo que suponíamos. Convendrá ir pensando en cómo transformar un mundo que se torna día a día menos habitable o nos lo parece. Unas pocas nuevas ideas constructivas diferentes no nos vendrían mal. ¿Volveríamos con gusto a otras cultas ciudad-estado?