Historia
Ideología con puchero
Si se comparasen las fotos de la multitud que aplaudió hace ochenta años el advenimiento de la II República y la del gentío agrupado más tarde con encendido fervor para aplaudir al general Franco, se vería que son muchas las caras que se repiten y que los rostros de los presentes tienen una parecida expresión de adhesión inquebrantable. Quiere eso decir que lo que desencadena la adhesión del pueblo llano son las emociones nuevas y que lo que convoca su devoción política no es la posibilidad de adquirir una nueva ideología, sino la esperanza de llenar el puchero. Es evidente que las ideologías no se instalan sobre la población ilustrada, como si fuese un premio literario en el ateneo, sino sobre el pueblo hambriento, como si fuesen la comida más esperada. Luego la desmemoria y las leyendas se encargan a medias de idealizar cada cosecha ideológica, como se hizo con el franquismo por parte de los nostálgicos del Régimen, y con la República por parte de sus rapsodas más ingenuos. Yo he sido siempre republicano, pero no me llamo a engaño y comprendo que la libertad produjo a veces incluso más injusticias, y más derramamiento de sangre, que su posterior y prolongada represión. Naturalmente, no fue culpa de la institución, que, como cualquier otra institución política, se nutre de conceptos y carece de emociones. La culpa la desencadenan los políticos con su ambición, la avivan las circunstancias con sus imponderables y por lo general la sustancia con sus locuras colectivas el pueblo llano, esa masa oleosa y mutante que al amparo del anonimato o de la estadística se considera legitimada incluso para delinquir. Siempre es frágil el fervor de la masa, capaz de lo mejor y también de lo peor, depositaria de una decencia que se puede echar a perder con un discurso, con una promesa o, lisa y llanamente, con un exceso de alcohol. La II República fue una maravillosa esperanza en un país históricamente saqueado por sus gobernantes, pero salió mal, muy mal, porque hubo en el poder quienes permitieron que las hordas populares creyesen a pies juntillas que para desterrar en el pueblo llano la idea de Dios bastaba con quemarle sus iglesias, asesinar a sus curas y violar a sus monjas. Después ocurrió lo que parecía irremediable que ocurriese: apareció el general Franco con su voz de soprano y hubimos de soportarlo durante una horrible ópera de casi cuarenta años. Y entre unos y otros, maldita sea, nos demostraron que cuando por culpa de tener razón perdemos el sentido, en este país sólo están en su sitio la muerte, el enterrador y el miedo.
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