Moscú
El hombre que destruyó el partido comunista por César Vidal
El final de la Guerra Civil española no sorprendió a nadie. Los vencedores no habían dejado de avanzar desde el primer día y los vencidos, desde Teruel y, sobre todo, desde el Ebro, sabían que no había nada que hacer. No sorprende que, al final, dieran un golpe de Estado contra Negrín para forzar el final de un conflicto perdido. Esa amarga sensatez de la derrota tuvo una excepción, la de un PCE que aún creía en que descendiera Stalin como «deus ex machina» para arrebatar el triunfo militar a Franco. Fue así como sus dirigentes salieron mal que bien de España hacia el exilio con el despiste de no comprender lo sucedido y el ansia de ajustar las cuentas a todos. Santiago Carrillo escribió una carta memorable a su padre Wenceslao, uno de los alzados contra Negrín, negando su condición de hijo y afirmando que lo mataría de estar en su mano. Su progenitor lo disculpó de esa manera que sólo saben hacer los padres con un vástago totalmente echado a perder. Que aquel racimo de revolucionarios vencidos era un montón de juguetes rotos lo sabía mejor que nadie el señor del Kremlin. Stalin colocó a Pasionaria como esfinge inútil a la que había que contemplar y no hacer ni caso, se deshizo de Díaz en un episodio que nunca se supo si era suicidio o asesinato y comenzó a buscar a alguien especialmente desalmado para que tirara de las riendas del partido tras su previa unción de jerarca máximo del comunismo mundial. Encontró al necesario lacayo en Santiago Carrillo, un joven que había sido submarino del PCE en la unificación de las juventudes socialistas y comunistas; que había recibido los elogios de Dimitrov y Stepanov por realizar asesinatos en masa en la retaguardia madrileña y que no tenía escrúpulo alguno a la hora de obedecer órdenes de los agentes soviéticos. Jorge Semprún diría décadas después al autor de estas líneas que Carrillo era el único superviviente de aquella generación y que se iría con sus secretos a la tumba. No se equivocó. En sumisión total a Stalin, Carrillo, antes de acabar la guerra mundial, lanzó a sus huestes a la conquista del valle de Arán pensando que podría lograr en España lo que el PCI había conseguido en Italia o el PCF pretendía conseguir en Francia. Pero Carrillo no era Togliatti. Así, su delirio cosechó un esperado fracaso que se solventó a la staliniana, es decir, ordenando el asesinato de los presuntos culpables del desastre a manos de sus propios camaradas. Carrillo repetiría aquella táctica stalinista una y otra vez a lo largo de su vida. Infamaría a camaradas entregados como Quiñones o Comorera simplemente para que quedara claro que él no se equivocaba y que si los resultados no eran los esperados se debía a los traidores infiltrados, pero no a su falta de visión. La invasión de Checoslovaquia por los tanques soviéticos lo enfrentó por vez primera con unas bases que se sentían incómodas ante los dictados de Moscú. Apoyándose en Claudín, antiguo compañero de la guerra, y Semprún, el intelectual del PCE por eso de que, al menos, sabía idiomas, Carrillo adelantó las líneas maestras de lo que luego sería el eurocomunismo. Sin embargo, semejante paso no significaba que fuera a ceder el poder. En una secuencia extraordinaria de «¡Viva la clase media!», un José Luis Garci actor ponía de manifiesto cómo el PCE eran cuatro y el de la vietnamita y la famosa huelga general pacífica que derribaría a Franco no pasaba de ser un delirio basado en el desconocimiento de la España que se pensaba redimir. Así lo expusieron Claudín y Semprún, que fueron expulsados del PCE tras una tormentosa reunión celebrada –y grabada– en el este de Europa y en la que tuvieron que escuchar cómo la semianalfabeta Pasionaria los calificaba a ellos, cabezas pensantes del partido, como «cabezas de chorlito». En adelante, Carrillo – retratado magníficamente en la autobiografía de Federico Sánchez de Semprún– se dedicaría a esperar el «hecho biológico» de la muerte de Franco mientras disfrutaba de la sofisticada hospitalidad de dictadores como Ceaucescu. De regreso a España, soñó –nunca mejor dicho– con llegar a un «pacto histórico» con Suárez que le permitiera convertir al PCE en la fuerza hegemónica de la izquierda. Pero la España de los setenta no era la Italia de los cuarenta y Carrillo sólo consiguió soliviantar a unas bases del interior que, más allá del mito, encontraban totalmente indigeribles a unos comunistas regresados que no tenían la menor idea de la realidad del país. Las derrotas electorales lo obligaron a abandonar la secretaría general de un PCE ya destruido por su obra y gracia para los restos. Se convertiría así en un fantasma, contertulio de radios y engañador en memorias, que, en la época de ZP, llegó a soñar con contemplar rediviva la revolución que había fracasado en los años treinta aunque eso significara aliarse expresamente con el islam como fuerza revolucionaria contra el capitalismo. Al final, el tren de la Historia ha atropellado al hombre que destruyó el PCE. Como en tantas ocasiones, esta vez el ferrocarril llegó con retraso.
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