Fotografía
La ciudad
Aquienes nos gusta el asfalto, el jaleo, el tráfago urbano, estamos encantados con la ley antitabaco. Ya sé que poco tendría que ver lo uno con lo otro, pero me explico de inmediato: en ciudades como Madrid, que me ha acogido hace ya muchos años como una gran madre, como nos acoge a todos los que venimos de la periferia, ha proliferado algo tan bonito, tan cosmopolita, tan refinado como las terrazas. Incluso llegaría a decir que el alcalde, que las ve venir de lejos, hizo tantas reformas, nos torturó con incomodísimas obras durante años para ensanchar las aceras, para que los bares y restoranes pudieran instalar sus terrazas con tanto encanto como lo están haciendo, con sus estufas de exterior que nos calientan en estos días tan duros de invierno al mismo tiempo que disfrutamos de nuestro aperitivo, nuestro café o nuestra copa fumando un relajante y aromático pitillo.
En la tarde de ayer, en que el sol acariciaba suavemente las calles de la capital, estrenaba con unas amigas una terraza mientras observábamos un ir y venir de gente y de coches que se iba intensificando a medida que avanzaba nuestro rato de charla. Avanzaba el termómetro cuesta abajo, cuando esa seta que desprende un calor tan reconfortante empezó a cumplir su papel de acoger a los fumadores de buena voluntad, a los apestados de la intolerancia.
Sabemos bien que hay que ponerse a la altura de otros países, de todos los países que han prohibido el consumo de tabaco en los sitios públicos cerrados. Disfrutemos, pues, de las terrazas. Con moderación. Mesura hasta en el sufrimiento, que decía el cordobés Séneca.
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