Acoso sexual
Pájaro estrangulado
Me dijo de madrugada un tipo al que conocí de paso entre dos condenas: «La primera vez que estuve en prisión me juré a mí mismo que en lo sucesivo haría lo que fuese para no perder de nuevo mi libertad. Volví a equivocarme tres o cuatro veces y otras tantas volví a la cárcel. En el momento en el que llevaba acumulados ocho años de privación de libertad comprendí que el único sitio en el que estaba a salvo de la incertidumbre y de las injusticias era la cárcel.
Lo cierto es que cada vez que me liberan siento que me están condenando al horrible castigo de la libertad». En la boca de otro hombre, algo así habría sonado fingido, pretencioso, pero aquel tipo decía la verdad y me consta que hacía cuanto podía por ingresar cada poco en prisión. La cárcel era para él un seguro de vida, un lugar en el que ni la comida ni el alojamiento eran inciertos, nada parecido a su realidad de la calle y a las azarosas circunstancias en la que solía sobrevivir. No se entiende muy bien que la dignidad la consigan algunos hombres sólo gracias a la irónica suerte de ser privados de ella. ¿Cómo puede ser que para conseguir gratis alojamiento y comida un tipo tenga que buscarla a tiros en la calle? Se preguntaba aquel tipo ¿cómo podría entenderse que un hombre deba renunciar a la libertad para tener el agradable placer de sentir su nostalgia? ¿Alguien puede comprender que el pájaro que había sido puesto en libertad perezca estrangulado entre los barrotes de la jaula a la que intenta volver? Como me dijo aquel criminal, «muchas de las cosas que la libertad te niega, te las garantiza sin duda el presidio, así que cuando llevas una buena temporada privado de tu libertad, sufres ante el peligro cierto de recuperarla» .
Mi querido «Alejo», que era un aguerrido e ilustrado delincuente, me dijo en una ocasión hace ya bastantes años: «Cuando conoces los rigores de la cárcel, te das cuenta de lo importante que es la libertad, sólo que eso deja de ser así a medida que reincides. Una vez que has sido emocionalmente destruido por la vida en prisión, se crea en ti una cierta dependencia doméstica respecto de los valores de la cárcel, de modo que no puedes recobrar la libertad sin sentir al mismo tiempo el horrible peso de la incertidumbre que acarrea. La vida en libertad es tan dura, que llega un momento en el que te das perfecta cuenta de que no hay peor castigo para ti que el día de tu liberación. A veces me quedo mirando al abrumado funcionario de prisiones, lo comparo conmigo y me pregunto qué culpa tiene él de no haber cometido jamás un crimen».
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