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Por la nueva etapa en las relaciones Iglesia-Estado por José María Gil Tamayo

La Razón
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Apoyado de forma muy mayoritaria por los ciudadanos en las pasadas elecciones del 20-N, un nuevo Gobierno presidido por Mariano Rajoy iniciará su gestión en nuestro país dentro de poco más de una semana y uno de los sectores en que es de esperar que la normalidad recupere todas sus dimensiones, más allá de las formales y protocolarias, será, sin duda, el de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Aunque aminorados los problemas en los dos últimos años con la gestión personal del embajador Francisco Vázquez y de su sucesora María Jesús Figa, y salvo excepciones como la solución satisfactoria de la financiación eclesiástica y la colaboración con la JMJ, es presumible que el nuevo Ejecutivo dará por superada la época que termina del Gobierno del PSOE en la que han sido frecuentes los roces con la Iglesia y con las creencias y valores que ésta representa en España.
 Baste recordar en este sentido la batería legislativa y las consiguientes campañas de implantación que, promovidas por ideologías radicales, han primado, sobre todo en la primera legislatura socialista, a la hora de rediseñar aspectos esenciales de la vida de los ciudadanos españoles en lo que sus promotores llamaban «políticas de derechos y libertades» y que minaban gravemente valores fundamentales del verdadero matrimonio, de la familia, del derecho a la vida, de la libertad educativa y religiosa, etc., de los que la Iglesia se ha hecho valedora no sólo para los propios fieles, sino para el resto de la ciudadanía, en defensa de principios hasta ahora incuestionados e irrenunciables por nacer de la Ley Natural y en consonancia con nuestra tradición secular y cultura histórica más genuina.
No ha sido ajena a ello la influencia de algunas corrientes radicales, extrañas incluso para muchos votantes y militantes socialistas, que ha condicionado fuertemente las relaciones entre la Iglesia y el Estado, al ser deudoras del prejuicio laicista que no atribuye al hecho religioso, especialmente al católico, ninguna carta de ciudadanía en el ámbito público y social, relegándolo sólo al privado o de conciencia. Desde esta perspectiva, el trato y colaboración especial con la Iglesia que reclama nuestra Constitución era para estos grupos ideológicos y políticos algo destinado a eliminarse en la praxis política y en la legislación. Pero afortunadamente, el tratamiento constitucional del hecho religioso que se plasmó en nuestra Carta Magna ha resistido y ha resultado válido y beneficioso a lo largo de nuestra vida democrática, de lo que es prueba los acuerdos firmados por el Estado con distintas confesiones religiosas en nuestro país.
Por lo que se refiere a la Iglesia, la plena vigencia en la actualidad de los acuerdos suscritos entre la Santa Sede y el Estado Español en 1979 –asuntos jurídicos, económicos, de enseñanza y asuntos culturales, y la asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas– además de mostrarlos eficaces y positivos en estas materias a la hora de hacer un balance riguroso de la «cuestión religiosa» en la España democrática, plasman en su articulado tanto la novedosa doctrina del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, por la que la Iglesia renunció a todo privilegio trasnochado, como por el lado del Estado la asunción de la aconfesionalidad que consagra nuestra Constitución.
Apostar por la vigencia del actual marco concordado y que nuestros próximos gobernantes se conduzcan responsablemente por él no significa en modo alguno la renuncia al desarrollo pendiente de los Acuerdos y a la conveniente actualización de sus contenidos a la siempre renovada sociedad española y eclesial, pero sí el rechazo tanto del laicismo militante antes apuntado, como la de la confesionalidad excluyente que añore el monopolio religioso en dicho ámbito. El camino que habrán de seguir con responsabilidad y «finezza» los responsables eclesiales y políticos en una fluida y eficaz relación mutua, es el de la profundización y perfeccionamiento de los actuales Acuerdos Iglesia-Estado, y se podría resumir en dos palabras: independencia y colaboración.
Haciéndolo así contribuirán al bien de todos, especialmente en estos duros tiempos de crisis en que es tan necesaria la cohesión social y la promoción de los valores que superen la adversidad. En esto la Iglesia presta una imprescindible ayuda con su labor espiritual, social y educativa.

José María Gil Tamayo