Teatro

Londres

Julieta visita Múnich por Gonzalo Alonso

La Razón
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Los «Capuletos y Montescos» de Bellini programados en Múnich en estos días dan pie para comprobar la cara y la cruz de la moneda lírica en circulación. En Europa hay muchos teatros funcionando, en la misma Alemania numerosas ciudades pequeñas tienen sus temporadas, pero sólo media docena juegan permanentemente en la primera división: Múnich, Viena, Londres y París. En Berlín hay tres teatros, pero los repartos resultan muy irregulares y Milán siempre ha sido un caso especial y aparte. La oferta munichesa es enorme y su festival en julio el más completo en lo que a ópera se refiere.

La pareja protagonista de la obra belliniana la componen nada menos que Anna Netrebko y Vesselina Kasarova. A esta segunda ya le viene un poco grande el registro agudo del primer acto, pero conserva el resto de las virtudes que la han llevado donde está. Netrebko se halla en la cúspide de la fama. No es Callas ni Caballé, pero aúna como nadie hoy las facetas de cantante y actriz. Se le pueden encontrar defectos si se cierran los ojos y se mantienen atentos los oídos, pero difícilmente si ambos se dejan trabajar. El dúo final de ambas está cargado de emoción a pesar de la barbaridad escénica que las rodea. Cara y cruz en la mayor parte de los teatros de primera división: repartos magníficos desaprovechados por regias que alejan al espectador del contenido dramático y musical de las óperas en la búsqueda de una originalidad imposible. No es ya que los preciosos vestidos de Christian Lacroix les duplicasen el tamaño de las posaderas, sino que Julieta ha de hacer frente a su primer aria subida al seno de un lavabo, que es el único elemento existente en el escenario. A él se sube y sobre él hace equilibrios, pero son tantas sus dotes de actriz que evita el fácil ridículo y al final hay que ovacionarla tanto por su canto como por el esfuerzo escénico. El citado dúo final, con ambos amantes muriéndose de pie, sin tocarse, en inexplicable simbología, no potencia la emotividad.

Cuando estalla la ovación final del público uno necesariamente se pregunta cuántos minutos más durarían las aclamaciones si la puesta en escena ayudase, pero hoy aún mandan quienes, por ejemplo, entienden el coro de peregrinos de «Tannhauser» como una escena de epilépticos tratando de ceñirse bragas y calzones.