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Con freno y marcha atrás

La Razón
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Estas últimas semanas del año, traspasados los poderes políticos, andamos de acelerones. Uno no puede ni debe perderse el periódico del día, el que sea (hoy, mañana y pasado podrán leer sobre más rebajas que se nos vienen encima –o si lo prefieren– ajustes, el inicio de lo que se nos anuncia como un primer trimestre en recesión), pero es que desde el excelente discurso del Rey en Nochebuena no hemos podido perdernos ni la prensa ni un telediario. Habrá que ponerle algún alivio a tanta inquietante noticia. Hay quienes, no sé si con buenas intenciones, han difundido aquellos precios y salarios olvidados, anteriores a la llegada del euro. ¿Tanto hemos perdido para poder pasar por los aeropuertos internacionales por la cola comunitaria? El mundo nos resulta cada vez más pequeño. No hay día que no retumben en nuestros oídos los cañonazos de los tanques sirios, que no sepamos de algún palestino caído por una incursión israelí, víctimas en el liberado Irak o incontables fallecidos en las hambrunas africanas. Gracias a las nuevas tecnologías podemos seguir tanta desgracia al segundo, casi al ritmo del interminable juicio de Camps. Pero los acelerones acaban por insensibilizarnos. Ir de susto en susto en un planeta que se vanagloria de globalidad nos lleva a otra deshumanización (y que me perdone el fantasma orteguiano que algunos aún llevamos dentro). La población de este país se está acostumbrando a ir de mal en peor y a acariciar aquellos años que creímos perdidos: los del NO-DO y la televisión en blanco y negro. Tal vez, otro regreso al futuro.
Sabemos que, por el momento, existe un cierto porvenir, pero lo que cuenta es lo que se está viviendo, el rabioso presente indeseado, cargado de pesimismo, de admoniciones y reproches. Las gentes de este país no se lo merecen y la tarea principal del nuevo Gobierno ha de ser disminuir la negatividad de tan cargado y cargante ambiente, descubrir la cuadratura del círculo: crear empleo facilitando el despido, recortando puestos de trabajo públicos y fosilizando el salario mínimo. El expolio del funcionario y la reducción –tal vez imprescindible– de la administración, de la docencia, de la medicina, de lo que se entendía como sociedad del bienestar (siempre reformable) no debieran dejarnos indiferentes, aunque la corriente nos arrastre. Pero hay demasiados agoreros desmoralizadores. Y esta lluvia fina de malas noticias que recibimos desde hace años conviene contrarrestarla con esperanzas y realidades. Estamos viviendo un presente plúmbeo, intranquilo. Claro está que saldremos de esta maldita crisis, pero la V (que preveían algunos economistas –no sé con qué motivos– y me temo que ellos tampoco) se ha convertido en una W y tal vez en una WWW. Tantos acelerones, pues, acaban desorientando y fastidian mucho la salud mental, de la que no nos hemos manifestado exuberantes a lo largo de la historia. Vamos a cambiar el 2011 por el 2012, pero parece que aquellos buenos deseos que los ciudadanos proclamaban ante cualquier nuevo año han disminuido. Ya nadie se fía y se es más partidario del «Virgencita, que me quede como estoy». Tal vez hubo brotes verdes, pero se agostaron; quizá se vio la luz al final del túnel, pero debemos encontrarnos en una curva y el horizonte no deja de resultar oscuro como boca de lobo. Insuflar optimismo a muy corto plazo debe ser tarea ardua, como indeseado el ejercicio de la política, antes un arte y hoy fosca tarea del administrador.
Quienes recomiendan el freno ¿sugieren también la marcha atrás? Todo parece inclinarnos a evocar un pasado que no fue mejor. Europa entera está sufriendo (salvo algún país ombliguista) un desplazamiento tectónico. Y la Península sigue siendo aquel toro bravo, en algunas zonas en vías de extinción, siempre a la cola y a las órdenes de un continente que no asume su naturaleza vetusta, anticuada, ajena a los tiempos. Se dice que Rajoy –traductor interpuesto– habla a menudo con Angela Merkel, tal vez con aquella Alemania que tampoco es consciente de sus limitaciones, pero asusta a los latinos olvidando que fue un día colonia romana, como la Gran Bretaña, ya menos grande, defendiendo la City como si ésta fuera su auténtica identidad. Ningún país próximo posee una vida política tragicómica parecida a la nuestra. Ninguno edificó tanto, soportó con mayor escepticismo las corruptelas y los engaños. ¿Y los indignados?: de vacaciones navideñas. Volverán en enero y ocuparán alguna plaza. Este nuevo año nos traerá sorpresas. Y tal vez seamos felices y comamos perdices. Así se lo deseo a los lectores. ¿Quién no prefiere un «happy end»?