Ahora Madrid

La cabalgata

La Razón
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Me parece que lo único que queda de tradicional en la Cabalgata de los Reyes Magos son los camellos y el rey Baltasar pintado de betún, que a lo mejor ni eso. Viendo el despliegue desarrollado por el Ayuntamiento de Madrid ayer noche al grito de «¡Que no falte de ná!», no queda otra cosa que el asombro pasmado ante los fastos y relumbrones de la celebración. El oro, el incienso y la mirra se quedaban como bagatelas ante el derroche de espectáculo cargado de oropeles. Unos zapatos, un vasito de leche y unas galletas en el quicio de los hogares, y en la calle la casa tirada por la ventana. Y eso que se ha reducido el presupuesto del año pasado en un 16%. Se habrán apretado el cinturón o la corona, pero el resultado parecía una superproducción de Salomón y la reina de Saba. La directora del cotarro, Delia Picirilli, echó mano de un buen puñado de compañías teatrales, de las requetemodernas con gran surtido de luces, vestuarios, maquillajes, máscaras, carros, plásticos áereos y tramoya muy aparentosa para deslumbrar a mocosuelos, púberes imberbes, mayores y ancianitos. Éxito de campeonato, con la comitiva del Ayuntamiento custodiada por ángeles de la guarda, pianos voladores en la Cibeles y Gallardón como mesías.
Recuerdo cuando llevaba a mi hijo en su temprana edad a la cabalgata. Renunciaba a verla desde el balcón del Casino, con tentador roscón y chocolate caliente, para bajarse a la calle, donde mientras caía la lluvia nada se veía, porque toda la peña se dedicaba a luchar a brazo partido en los suelos por los caramelos que caían. Ahora es mejor verla por la tele para no perderse nada, ni el entusiasmo infantil de las locutoras. Como para acabar creyendo en el reino de los sueños y el mundo de las maravillas, a la sombra de las gaviotas gigantes que sobrevolaban la gélida noche madrileña. Hoy es un día feliz para abrir los regalos de Reyes. Yo, todavía cegado por los lujos, preferiría volverme con ellos a sus boyantes reinos de Oriente.