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Severo Almansa por Antonio Parra
De vez en cuando (en realidad: siempre) da gusto reencontrarse con el buen dibujante. Sobre los placeres de la imitación habló mucho Aristóteles en su Poética, y estableció, alejándose de las teorías dualistas de Platón, que aquella mimesis que el artista establecía con la realidad, no era copia de una copia, sino la cosa misma: esto no sólo se parece a aquello, sino que «esto es aquello».
No obstante hay una manera de dibujar la realidad que no es exactamente, ni mucho menos, aquello que se trae al papel o al lienzo, sino otra realidad, un objeto diferente, una vez que ha pasado por la mirada y la emoción del creador. Eso es lo que ocurre con los dibujos y acuarelas de Severo Almansa que estos días pueden verse en la galería Chys de Murcia.
Severo, como ha demostrado en tantas ocasiones, desde aquella lejana exposición con la mítica galería Marlborough, vuelve a reproducir objetos de la realidad (flores, rostros, vasos…) con una delicadeza extremada, expresión también de su refinado espíritu, pese a la apariencia abrupta y nerviosa que denota si no se le conoce bien. De manera que esa naturaleza volcánica del pintor se transmuta en la superficie en finura casi minimalista: una rama que asoma sobre el blanco, unos pétalos, unos ojos de mujer trazados con ahorro de líneas…
Y aquello que también era primario en la naturaleza exterior (la naturaleza no es madre, sino madrastra, a pesar de cierta beatería ecologista) se sublima, como decía Kant hablando de la sensibilidad estética del ser humano, y se convierte en cercanía domeñada, en arcadia bella, en jardín tranquilo, en arquitectura habitable, en espacio posible para la vida, en vez de suelo inhóspito y árido. ¡Gran Severo!
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