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Magnolios

La Razón
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Para huir un poco de la campaña electoral, he decidido escribir de los magnolios. Esa imagen de la urna con las cenizas de Seve Ballesteros bajo el magnolio de su jardín de Pedreña me impulsa a ello. Una mañana soleada de principios de marzo, César González-Ruano, en su mesa del Café Teide, escribió para ABC un texto redondo, prodigioso, en el que anunciaba que habían florecido los almendros. El entonces Director de ABC, el genial, volcánico y caprichoso Luis Calvo, se quedó sorprendido al leer el artículo de César. Y le llamó: -Ruano, ¿y qué coño, me pregunto yo, les importa a los lectores de ABC que hayan florecido los almendros?-. César no era de fácil dominio.-Director, ¿ te imaginas lo que sucedería si un año no florecieran los almendros?-. Al final, el texto se publicó y hoy lo tengo considerado como una de las pequeñas obras maestras de César.

El magnolio grandiflora es un árbol de jardín, un árbol doméstico, de lento crecimiento y austera belleza. En mi jardín conviven tres magnolios nacidos en Mazcuerras, en casa de los Escalante. Las misas con los cuerpos presentes de mis padres se oficiaron bajo un inmenso magnolio, crecido con formas de catedral. La misa por mi madre, en junio, estallado de flores blancas. La de mi padre, en septiembre, con la melancolía que antecede al otoño, con una buena parte de sus hojas vueltas del revés y mostrando su envés de cuero. Los magnolios más grandes que he visto en mi vida, dioses formidables, están en Cernobbio, en el Hotel Vila D´Este, a orillas del Lago de Como. Y no le sacan mucha ventaja al magnolio de la Bodega de Mora de Osborne en el Puerto de Santa María y al de la Casa del Cañón de Liérganes, en el corazón de La Montaña de Cantabria. El magnolio es un árbol familiar, de generosidad dinástica. Se planta para que lo disfruten los nietos, y de ahí las generaciones que detrás vengan.

Mi amigo Mark Inch, un inglés políglota –extraña cualidad en un británico–, pensó nacionalizarse español cuando entró por primera vez a Sevilla por la Avenida de la Palmera. Por mayo era, y cuando reparó en los morados rabiosos de las buganvillas, las flores blancas de los magnolios y los brotes azules de los jacarandas, se preguntó: -¿ Y yo qué hago en Londres?-. Treinta años después sigue sin responderse, aunque viva en Londres. En Madrid, en el Paseo de Coches del Retiro, en la gran curva que anuncia el bullicio de la calle de Alcalá, un centenar de viejos magnolios hacen guardia permanente. Ya han florecido todos, y lo mismo que Sevilla se emborracha con el azahar de sus naranjos, el Retiro lo hace con los aromas de sus magnolios.

Antonio Mingote, que habla con los árboles como todas las personas de sensibilidad elegida, llegó un día a comer de regular humor. -¡Pero hombre, no hay derecho!-.-¿Alguna desgracia?-; -Una tragedia. Se está muriendo un magnolio y nadie hace nada por remediarlo-. Era Alcalde de Madrid José María Álvarez del Manzano, que, enterado de la agonía del gran árbol, lo puso en manos expertas y ahí sigue, se salvó, y hoy se muestra tan sano y poderoso que nadie diría que a un paso estuvo de la muerte. Espero que mi Director no me llame como Luis Calvo hizo con César González-Ruano para preguntarme: -¿Y qué coño les interesa a los lectores de LA RAZÓN, con la que está cayendo, esto de los magnolios?-. A mí, particularmente, me interesa una barbaridad. Infinitamente más que la política.