Crítica de cine
Rampling y su chimpancé qué monos
Oshima los unió y el cine dio forma a su bizarra amistad en un mundo tan civilizado como el nuestro.
A este atribulado diplomático, burgués de pura cepa y talante más que liberal, le habría encantado gritar «Hay un hombre en mi cama» pero, para su pesar, lo que hay en su cama no es un hombre sino un chimpancé de considerable tamaño. Peter descubre a su mujer «in flagrante delicto» después de sospechar que es una adúltera durante semanas, pero bajo las sábanas descubre que su amante chilla, entre asustado y orgulloso de haber cazado una hembra como Charlotte Rampling. Allí, desnudos y estupefactos, forman una de las parejas más extrañas de la historia del cine: ella, fría como un polo de menta, fue el «sex symbol» más pervertido de la década de los setenta; él, recién salido del zoo, era algo más que un hombre vestido de primate. La situación límite que propone el «Max Mon Amour» (1986) de Nagisa Oshima hace equilibrios para no caer del lado del ridículo, aunque de lo que se trata aquí es de destapar lo ridículos que resultan los protocolos de la civilización de un modo que sólo podría haber hecho el Buñuel de «El discreto encanto de la burguesía» (1972) o «El fantasma de la libertad» (1974). El mundo al revés: el marido despechado decide integrar al chimpancé, al que su aburrida esposa observa con ojos enamorados, en su vida cotidiana. Es un invitado de honor, no un rival ni un enemigo: lo sientan a la mesa, lo convierten en mascota cuando él quiere ser seductor, asesinan lo subversivo de la situación normalizando sus códigos de conducta. El marido despechado no consigue su objetivo, porque la pareja sigue siendo de lo más bizarra: aunque Oshima nunca se atreve a ponerse zoófilo –es su película más francesa, más educada: lejos queda la visceralidad de «El imperio de los sentidos» (1975), que escandalizó a medio mundo– sugiere que mujer y chimpancé hacen algo más que manitas durante una cena en la que una pandilla de burgueses intentan mantener la compostura a toda costa.En realidad «Max mon amour» quiere demostrar que la historia de amor entre la formalísima civilización y la informalísima animalidad no sólo es posible sino también necesaria. La intrusión de este chimpancé en la vida de la alta burguesía francesa viene a desestabilizar sus frágiles principios: cuando la paciencia del diplomático se agota y decide acabar con su competidor en tareas amatorias, su mujer y su hijo se encierran en la jaula del mono como forma de protesta. Animales somos todos, nos dice Oshima: sólo debemos tener el coraje de admitirlo y sacar a pasear de vez en cuando a la bestia que llevamos dentro, aun a riesgo de parecer más lerdos y brutos de lo que nos gustaría reconocer.
La Bella y la BestiaLo que hace Nagisa Oshima lo cierto es que no tiene mucho secreto: actualiza el mito de la Bella y la Bestia poniendo un ojo en ese clásico imponderable del cine fantástico en el que un gorila monumental entregaba su vida por amor encaramado a lo más alto del Empire State. Sí, hablamos de «King Kong» (1933), oda al bestialismo donde una Fay Wray con la ropa hecha trizas se resistía primero, y se dejaba querer después, por el gorila de marras. No por casualidad King Kong vive en una isla anclada en la Prehistoria: este es un mito que apela a lo atávico, a lo primitivo, al erotismo nada sutil de una ceremonia tribal a la luz de la Luna.
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