Jerusalén
Semana Santa
Se ha convertido, con frecuencia, en una semana de vacaciones cortas o en días apropiados para hacer turismo. Se ha descristianizado y hasta paganizado.
Dentro de unos días vamos a celebrar los cristianos la Semana, por excelencia, Santa. En la sociedad actual, la Semana Santa, en general, se ha desdibujado, se ha secularizado. Se ha convertido, con frecuencia, en una semana de vacaciones cortas o en días apropiados para hacer turismo o para el descanso. Se ha descristianizado y hasta paganizado. Ésa es la realidad. En el mejor de los casos, para muchos estos días no pasarán de ser unas jornadas en las que, junto turismo o descanso, asistirán a oficios religiosos o contemplarán, más o menos como espectadores, desfiles procesionales. Esto suscita honda preocupación porque podemos estar encaminándonos locamente hacia una secularización cada vez más generalizada.
Es esperanzador que, sobre todo en algunas grandes ciudades, están tomando un auge muy notable las procesiones de Semana Santa, como expresión de una piedad popular cristiana que difícilmente se desarraiga porque es muy honda, más de lo que algunos creen. También es muy esperanzador que, en los últimos años, se esté observando una participación mayor en los oficios litúrgicos de esta semana. No seré yo quien minusvalore estas manifestaciones de la piedad popular, que tanto aprecio y que deben ser, sin duda, alentadas desde lo más propio de ellas y de lo que da razón a su existencia. Pero, habrá que tener exquisito cuidado en no reducir la Semana Santa a ellas, y menos aún en trivializarlas o ponerlas al servicio de sentimientos no genuinamente cristianos. Es necesario recuperar toda la verdad de la Semana Santa. Hay que pararse a pensar en lo que es y celebrarlo en la Semana Santa en toda su verdad: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». Esta expresión de San Juan encierra, en cierto modo, cuanto celebramos en la Semana Santa. Ella presenta el núcleo del Evangelio y se hace permanente actualidad en la Eucaristía, memoria viviente, cuotidiana, de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo, de su vida entregada amorosamente por nosotros, de su misterio pascual.
En el centro del misterio de Cristo está el acontecimiento de su muerte y resurrección: aquí viene el Reino de Dios, aquí nos alcanza la salvación de Dios a todos los hombres, aquí nos penetra e invade el amor infinito y la misericordia entrañable del Padre, que tanto nos ha amado que nos ha entregado a su propio Hijo Unigénito. Esto es lo verdaderamente importante de la Semana Santa, cuyas celebraciones litúrgicas y manifestaciones de la religiosidad popular nos introducen en este misterio de Cristo, Redentor único de todos los hombres, para todo el año y para todos nuestros días. Es el misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo; es el misterio de la pasión de Dios, del Dios único que ha resucitado a Jesucristo de entre los muertos. Son los acontecimientos centrales de nuestra fe y de la historia de la humanidad. Lo que acaeció en Jerusalén en tiempo de Anás y Caifás, de Herodes y Pilatos, en la persona de Jesús, el Nazareno, su entrada triunfal en Jerusalén; su cena pascual con los discípulos; su traición, prendimiento, pasión, condena, muerte y sepultura; su resurrección ha roto de manera definitiva y para siempre el dominio del mal sobre los hombres, ha aniquilado los temores y las angustias del mundo entero y nos ha traído la salvación a todos.
Eso es el núcleo de la Semana Santa: Semana de la Pasión de Cristo, Semana de la Pasión de Dios. ¡Qué capacidad tan enorme tenemos los hombres de acostumbrarnos a las realidades más tremendas! Basta que nos paremos un poco y nos detengamos a pensar en lo que esto significa para que nos demos cuenta de lo que tiene de inaudito. Basta que consideremos el significado de la cruz como instrumento de ajusticiamiento de un condenado, de uno que es estimado como malhechor y bandido, y que nos percatemos de Quién es el que está clavado en la Cruz –el Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, Dios con nosotros– para que se nos muestre este hecho como algo sobrecogedor. Ahí se nos ha revelado Dios en verdad. Ahí ha brillado de manera definitiva su gloria.
¿Cómo es posible esto: que se revele en alguien que muere condenado por las autoridades de su pueblo y como abandonado de Aquel en quien ha puesto toda su confianza? Y todavía más. ¿Cómo creer que ahí, en ese lugar ignominioso y en Este que cuelga del madero, se dé la salvación al mundo entero? Ahí precisamente es donde vemos a Dios, que tanto ha amado al mundo que le ha entregado a su Hijo Unigénito. Dios se ha entregado todo. Dios no ha escatimado nada por los hombres, no ha escatimado ni siquiera a su propio Hijo, sino que lo ha entregado por todos nosotros. Por nuestra salvación. Por nuestros pecados. «Por nosotros»: esas palabras penetrantes que tantas veces hemos oído, que parecen embotadas y con su filo perdido, son el núcleo de la Semana Santa. Ahí está todo. Ahí está nuestra esperanza. «Por nosotros», ese es el amor de Dios, el Amor entregado en Jesús Nazareno. Todas las encrucijadas de la historia, todos los caminos de los hombres, todos sus deseos y esperanzas, todos sus sufrimientos y fracasos, todos sus gozos y victorias, todos sus sentimientos, todos pasan por el Calvario.
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