Literatura

Roma

Las reformas de la escuela por José Jiménez Lozano

La Razón
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H e recibido un correo con fotografías de una escuela antigua, a la vez que la noticia de nuevas reformas escolares, y también vi hace años una exposición sobre «La Escuela tradicional», que era la reconstrucción de más o menos, la escuela, pongamos que desde los años veinte del pasado siglo hasta los sesenta. El adjetivo «tradicional» sonaba a conciencia de autosuperioridad, porque allí, desde luego, no había ordenadores, ni pizarras eléctricas; y los pupitres, eran naturalmente como han sido siempre. Pero los mapas, sin embargo, eran excelentes – algunos de la Casa Perthus–, aunque no estaban en la exposición, ni tampoco las viejas cartelas con la Historia de España, la Historia de Grecia y Roma, o la Historia sagrada, o el Arte Español, o la Anatomía Humana.
La idea de tal exposición parecía ser la de que las nuevas generaciones se enterasen de cuán pobres fueron nuestros medios escolares, mostrando, por ejemplo, los libros, que ciertamente en mi escuela eran muy pocos y muy pobres en dibujos, lo que no es tan claro que sea un gran defecto si se trata de enseñar a pensar. En mi escuela, concretamente, había también tres diccionarios gordos, uno que tenía grabados y cuyo autor era D. José Alemany y Bolufer, y otros dos más grandes que servían, a los que teníamos menos estatura, para auparnos hasta los mapas o el encerado que, por alguna ignorada razón, no se colgaban más bajos; y también había una lente de aumento para ver flores y moscas y hormigas, y, desde luego, una esfera del mundo a la que podía ajustarse un juego del sistema solar, con el sol, la tierra y la luna para reproducir los eclipses, y otro mapa de constelaciones de estrellas, que daban lugar a amistades con Castor y Polux, Aldebarán, y el Cinturón de Orión o las Tres Marías.
El señor maestro –o la señora maestra otras veces– eran naturalmente autoritarios, y funcionaba además una especie de invisible autoridad superior y ejecutiva que eran nuestros padres, ante la cual, en casos extremos, se nos amenazaba con recurrir y se recurrían alguna vez, con funestas consecuencias para nosotros, que, sin embargo, ni podíamos ni nos convenía recurrir. Pero esta injustísima situación se compensaba con la adquisición de la idea misma de lo justo, aun en contra nuestra, y daba lugar a traer allí a algunas figuras del pasado.
Como ocurrió un día, igualmente, en que el señor maestro se salió por los cerros de Úbeda preguntándonos en geometría algo que había quedado señalado para clase, pero no se nos había explicado. Y, fuese por lo que fuese, este señor, este día, le dijo al primer interrogado de entre nosotros que no supo contestar que nos debía dar vergüenza porque un chico de nuestra edad, que se llamaba Blas Pascal, había inventado él solito la geometría entera de Euclides, cuando su padre le quitó todos los libros de ella. «Pero vosotros –nos dijo– no sois como ese niño». Y contestamos a coro que no, que efectivamente, nosotros no éramos Blas Pascal. Y entonces nos preguntó si no nos daba vergüenza, y, como no nos la daba verdaderamente, nos callamos; y ya pasamos a otra cosa.
Pero lo cierto es que a algunos de los chicos nos intrigaron la geometría y los otros saberes y pensares de este señor, como, a otros, otros asuntos de la historia o de la geografía o de lo que fuera, y esto de por vida. Y hasta se llegaba a tener un encuentro, pongamos por caso, con José, cuando le vendieron sus hermanos, o con el pobre español al que están fusilando en camisa, en Madrid, el 3 de mayo de 1808. Pensándolo bien y, sin andar con grandes y repetidas filosofías reformistas de la enseñanza, lo que tenían aquellas escuelas o aulas de bachillerato, que eran tan modestas y había que barrer tantas veces, era que, además de polvo, nos dejaban un poso en la inteligencia y en el ánima.

 

José JIMÉNEZ LOZANO
Premio Cervantes