Ciclismo

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Antón en la eternidad

En las últimas rampas del Zoncolán, que son muros verticales inexpugnables y crueles por indómitos, donde el corazón apenas llega a palpitar y el alma exprime, donde el coraje y las fuerzas escasean por la extenuación sometida a un cuerpo tenue y esculpido, que es el de Igor Antón, se erige el infinito.

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Las tinieblas ya no pueden pararle. Él y su golpe en medio de una tortura que no se acaba, el límite de lo racional litografiado en un pasillo estrecho, donde sólo cabe uno, pues el Zoncolán no dispensa concesiones, cerrado por los «tifosi» italianos, más de 200.000 apilados en las campas y cunetas para verle pasar jadeante. Jadeándole. Igor, el chico de mirada cándida y alegre, inocentona e ilusionada como la de un niño que se posa frente a una noria que gira y gira y no sabe por qué pero, con un caramelo en la mano, la mira deslumbrado, no logra escuchar nada. Sólo quería saber la ventaja que llevaba respecto a Nibali y Contador, luchadores de su propia guerra, que es la general del Giro de Italia, un paso más cerca de las bailonas piernas del madrileño. Los gritos de los incondicionales le vuelven a Igor Antón sordo y no escucha, no ve porque no mira atrás ni tampoco quiere hacerlo. Ni siquiera le hace falta porque con la última curva de desnivel mortal y un suspiro, el único que le queda antes del golpe de mano al aire, entiende que ya es suyo el ingreso en la eternidad.

Igor Antón es montañero. De pequeño se calzaba las botas y se marchaba con su padre a escalar todas las cimas vascas. Y es nervioso, por eso empezó a andar en bici. Sus padres querían que el chico se cansara y le acabó gustando. Se convirtió en un místico, uno de esos ciclistas que aman este deporte simplemente por lo que es, por sus orígenes. Cuando le llevaban a ver carreras, ponía el carrete a su cámara y hacía fotos a todo. Ayer, en el Zoncolán, las instantáneas se las hicieron a él. Para la historia. Cuando empezó a escalar categorías, de juvenil a amateur, cada primer fin de semana de agosto en la subida a Urkiola se apostaba entre los seguidores. Él no quería ver al ganador, sólo esperaba el paso de su ídolo, de Marco Pantani. Por eso, en su primera participación en el Giro, la única hasta ahora aquella del 2005 que se llevó Paolo Savoldelli, Igor no se lo pensó. Agarró a Roberto Laiseka, su entonces compañero, y se marcharon el día de descanso a rendir culto a la tumba del «Pirata». Un ramo de flores para el ídolo. Ayer se las dieron a él. Nunca se secarán.

Tampoco lo pensó Igor Antón al atacar raudo, decidido pero arriesgado. Un kamikaze suicida a siete kilómetros del final. Contador se le pegó a la rueda, camino de la caza a Joaquim Rodríguez. Pronto cayó el catalán, pero Igor siguió su camino. Poco antes había cruzado la entrada a los confines, «la porta dil inferno», estaba escrito. Alentó el ánimo para marcharse en solitario, genial mientras Nibali tiraba de Contador desquiciado porque el líder no le daba ningún relevo. Tiburón enfurecido. Contador jugó con él como quiso, igual que lleva haciendo con el Giro desde que atacó en Tropea hace una semana. Se pegó a su rueda hasta que en el final le soltó y Nibali sacó los dientes en los micrófonos: «Son cosas muy feas que no se hacen». «Caníbal» Contador, segundo en la etapa, que era su sueño. El de muchos, también el de Igor Antón, el chico que a cada noche que volvía a casa después de ver a Pantani soñaba en ser parte de la gloria eterna del ciclismo. Místico. Ya lo tiene. Para la eternidad.