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Los sobornados

La Razón
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Si se analiza el comportamiento humano con pesimismo, cabe admitir que un determinado porcentaje de la gente actúa de determinada manera porque está comprada y el resto simplemente no ha recibido una oferta interesante. De acuerdo con ese punto de vista tan desolador, los que se comportan según sus propias convicciones no son personas íntegras, sino sólo hombres y mujeres que nunca fueron tentados seriamente con la intención de corromperlos. Yo formo parte de ese grupo de gente al que jamás le han hecho proposiciones deshonestas, seguramente porque mis posibles corruptores consideran que no soy lo bastante organizado para someterme a las estrictas reglas de la conspiración. Incluso para el servilismo se necesita una presencia de ánimo y un ímpetu de los que carezco. Yo creo que las virtudes del hombre de mando están sobrevaloradas y las que de verdad hay que ponderar son las cualidades del hombre dispuesto a obedecer. Se necesita mucho coraje para hacer frente de manera constante y convincente a la cobardía del servilismo, igual que se necesita mucha voluntad para soportar la degradación de ser indigno. Para dar órdenes sirve casi cualquiera y en realidad sólo se necesita contar con alguien dispuesto a obedecer, bien por miedo, por conveniencia o por dinero. Lo malo es que el que manda suele estar enterado de que hay gente a la que vale la pena comprar y otra cuyo concurso se considera anecdótico, innecesario o simplemente despreciable. La sociedad odia con razón a quienes se venden, pero a veces no se da cuenta de que el resto no es gente que se resista a caer, sino hombres y mujeres sin precio frente a los que nadie movería un dedo para comprar su voluntad. Somos muchos los que entramos en esta categoría. No se nos tiene en cuenta, eso es todo. Me incluyo en ese denso grupo social que presta sus servicios sin necesidad de que alguien compre su voluntad. Quienes mandan y deciden los sobornos nos consideran como a las ovejas, que dan lana sin necesidad de que alguien las estimule. No somos héroes, ni somos tampoco cobardes. Cada vez que estalla una guerra, los que mandan cuentan con el apoyo de los que se venden a ellos y traicionan al enemigo. Se habla también de los héroes, que en realidad sólo son unos señores que prefieren cambiar su cuerpo por una estatua. El resto somos todos esos millones de personas que en las elecciones hacemos cola sin rechistar, carraspeamos en los orfeones y en las guerras tanto nos parecemos al escombro. El poder nos mira con indiferencia. Nos ocurre lo que me sucedió a mí con aquella deslumbrante mujer de pésima reputación que una madrugada me dijo: «Tengo muy mala fama, cielo, pero no te preocupes. Soy tan hermosa, encanto, y acaparo tanto la atención, que nadie recordará que estuviste a mi lado».