Crítica de libros
Vela sin cera (II)
Por más que en nuestra vida hubo otras noches como aquélla, Alvite, sinceramente nunca supe muy bien qué clase de hombre eras, si el tipo áspero y evasivo al que por primera vez subí a mi casa pensando en divertirme, o el que algunas semanas más tarde se fue de mi vida cuando descubrí que era el hombre afectuoso y sentimental del que creía haberme enamorado. A veces pienso que eras ambos hombres a la vez y que el uno era incomprensible sin la existencia del otro, como ocurría cuando en cualquiera de tus pensamientos de madrugada coincidían sin contradicción en la misma frase el catre aún caliente de la puta y el lejano pupitre de tu escuela. Tenías la vida interior y las experiencias de un tipo angustiado, a veces casi la latente agresividad de un criminal y, al mismo tiempo, los ademanes reposados de un hombre tranquilo. Te gustaba sentirte como alguien que en su viaje por la vida va en un tren que se mueve rápido por los raíles mientras él lee un libro sentado tranquilamente en el vagón. Era frecuente que parecieses triste y sin embargo jamás demostrabas rendición o cansancio, a pesar de que la gente que te conocía solía decir que eras el único tipo de la ciudad al que jamás habían visto recién levantado. Personalmente no me importa admitir que hasta conocerte jamás habría creído que hubiese un hombre que pestañease menos de lo que se supone que podría pestañear el día de mañana su cadáver. Conocí casi en las mismas dosis la tenacidad de tu afecto y la literaria agresividad de tus frases y debo reconocer que tenían razón cuantas amigas comunes se encariñaron con tu pasajera furia de seda. Tampoco ellas supieron jamás qué clase de hombre eras. Como me ocurrió a mí aquella primera noche, sentían en su propia garganta la laringe de tu voz calmosa y profunda y al mismo tiempo tenían la extraña sensación de estar a un palmo de alguien que les hablase al oído por teléfono. ¿Sabes?, eras como una hoguera con el fuego estrangulado por sus propias llamas. Aquella primera noche te pregunté qué buscabas a deshora en una mujer como yo. Acababas de prender el enésimo cigarrillo mientras aún ardía en el cenicero la brasa de otro. ¿Recuerdas tu repuesta?: «Quise venir a tu casa porque me apetecía acostarme contigo, aunque sé que el día de mañana por tu bien diré que si te acompañé esta noche fue sólo porque era la única manera de borrar personalmente las huellas que probasen que alguna vez estuve aquí. A veces la vida es más interesante si con el tiempo aciertas a contarla mal».
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