Literatura

Hamburgo

Recuerdos de nunca

La Razón
La RazónLa Razón

¿Nunca habéis sentido nostalgia por algo que recordáis que os ocurrió aunque jamás os haya sucedido? ¿Alguna vez se os llenaron de lágrimas los ojos al evocar el terrible dolor que os afligió con motivo de una guerra en la que ni siquiera habíais nacido? ¿Abrigáis aún la esperanza de encontrar entre vuestros viejos papeles una foto en la que se os ve al lado de un grupo de soldados rusos delante de las ruinas humeantes del Reichstag, años antes de que por casualidad se conociesen vuestros padres? ¿Imagináis que el día menos pensado, con sorprendente retraso os devuelva en vuestro buzón el correo aquella carta escrita de vuestro puño y letra y que no pudo ser contestada porque la aviación inglesa acababa de bombardear –con silencio, sueño y nubes bajas–, la casa de Hamburgo en la que vivía aquella adolescente a la que recordáis con absoluta claridad gracias a no haberla visto jamás en parte alguna? ¿No regurgita en vuestro paladar el sabor de la leche de Normandía fermentada aquella vidriada mañana de junio por el fragor de la artillería? ¿Aún suena en tus oídos la voz de Vera Lynn cantando «Los acantilados blancos de Dover» mientras las explosiones de los bombarderos destemplan el fuego invidente de las hogueras, destetan a los bebés de Amberes y en los asilos de Polonia con el miedo se les olvidan las oraciones a los ancianos? ¿Recuerdas que con el estremecimiento de la guerra las mujeres se volvían locas o lascivas, de los paracaidistas llegaban apenas al suelo sus esqueletos y en los nidos de las iglesias ponían las cigüeñas, lívidas de pánico, los huevos recamados y verdes de las serpientes? ¿Habéis sentido esa nostalgia alguna vez, la nostalgia por la sobrecogedora belleza de aquel caos rebosante de mortandad, incertidumbre y literatura? ¿No despierta en ti acaso esa brizna amarilla que conservas entre las páginas de un libro el emotivo recuerdo de aquel pajar a las afueras de Bastogne, cuando ella la pasó a tus labios en mitad de un beso agropecuario, primerizo y asustado, aquel atardecer en el que Europa no sabía muy bien en qué idioma despertaría de la pesadilla de una guerra que cambió de religión a los dioses, devolvió el alabastro rojo de la menstruación al vientre calcáreo de las ancianas y confundió de tal manera tus pasos que ahora recuerdas haber pasado el resto de tu vida esperando por la chica del pajar en una estación con niebla por la que nadie recuerda que haya pasado alguna vez el tren?...