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La pasta de sus señorías

La Razón
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Entre no mentir y no decir toda la verdad se abre un territorio tan vasto que en él encuentra acomodo la mayoría de los políticos de conciencia tranquila y sueño apacible. Por eso estoy seguro de que sus señorías han sido sinceros en su pública rendición de cuentas y patrimonios. Pero también me malicio, como el resto de los desconfiados, que esas declaraciones son sólo una parte de la verdad. La otra parte habría que buscarla en los bienes de los cónyuges, los hijos, los socios y los amigos. Es probable que algún día la página web del Congreso publique también esas haciendas «colaterales» y entonces nos asombraremos de lo pobres que son los señores diputados en comparación con sus familiares directos, los cuales deben ser mucho más listos y por eso no se han empleado en la política. Y éste es el quid de la cuestión. Lo preocupante no es que haya parlamentarios con el riñón forrado, sino que haya demasiado pocos. La mayoría navega en una mediocridad económica tristona; alguno, incluso, bordea la mendicidad, como es el caso de Tomás Gómez, lo cual crea mucha inquietud, pues, pese a ganar unos sueldos nada despreciables, no se sabe si han llegado a tan deplorable estado porque son unos despilfarradores o unos inútiles. ¿Y quién confiaría sus ahorros y la gestión de su patrimonio a un manirroto o a un inepto? ¿Cómo va a gobernar con eficacia el dinero público quien es incapaz de hacerlo con el suyo propio? Dicho de otro modo, yo sólo me fiaría del parlamentario que se ha ganado la vida holgada y honradamente antes de meterse en política, o del que tiene oficio y títulos que le permitirían vivir sin agobios fuera del Congreso. Resultan sospechosos los que que presumen de austeridad, pero que nunca han hecho otra otra cosa que cobrar del erario público y calentar el sillón. De éstos pululan decenas y decenas por las Cortes. Por lo demás, los contribuyentes debemos decidir qué clase parlamentaria queremos: si una baratita y menestral, a la que sólo se apuntarán quienes buscan en los escaños un refugio a su mediocridad; o una con los estímulos salariales suficientes para atraer a jóvenes competentes, bien formados y con vocación pública. Ya se sabe que con los políticos pasa lo mismo que con los zapatos: que los baratos salen caros y no te llevan a ninguna parte.