Barajas
Pitones por Alfonso Ussía
Me cuentan mis amigos vueltos de Nimes que lo de José Tomás fue un sueño, un prodigio, una fábula. Madrid voló vía Gerona o Marsella. Barcelona viajó en coche. Mis cuñados, desde Barajas, tan seguros estaban de la maravilla, que hasta Gerona se acomodaron en un avión de Ryan Air. Hay que tener, además de afición, coraje y valentía. Pero se toparon con el arte supremo de José Tomás, y embriagados de pasmos, emociones y gozos nimeños, embarcaron en el Ryan Air de retorno a lo José Tomás, tragándose el miedo por las gargantas del arte en movimiento, que el avión se movió bastante, según me dicen, y no con la cadencia, el pulso y la armonía del inconmensurable torero. No me porté como un buen aficionado. Y dejé pasar la oportunidad de mi vida. Aunque peor le salió la jugada a Fernando Sánchez Dragó –¡enhorabuena, joven padre!–, que hasta Nimes se largó, y en Nimes disfrutó de la emoción de la víspera, y por Nimes paseó como un romano hispánico ilusionado, y Nimes abandonó precipitadamente porque su mujer había roto aguas y su hijo no estaba dispuesto a concederle las horas de clamor, inmensidad y luz de José Tomás.
Leo a Patricia Navarro, leo a Vicentón Zabala y Andrés Amorós, y confirmo que soy un indolente y un descreído. Merezco la ausencia de las imágenes en vivo. Se puede ver un partido de fútbol grabado, no el arte entregado a la muerte. En la grabación, la muerte y el riesgo se han ido, y queda el arte profundo, pero no los olores, las lágrimas y la sensación alegre y tremenda que procura la inmediatez. En el texto de Patricia ha quedado la emoción resumida. Y mi más que merecida frustración.
Éxtasis del toreo. Las femorales ofrecidas. Tiempo antiguo de la Fiesta en la mañana soleada y romana de Nimes, con su afición formidable compartiendo lugar y sitio con los creyentes que de España y América llegaron para compartir la Séptima Sinfonía de Beethoven toreada. Se dice de Manolete, pero para mí –y para el propio Antonio Ordóñez–, José Tomás es su heredero, más cercano al mito que el grandioso rondeño, que se llevó a su esquina de la eternidad más de veinte cornadas de torero artista, de torero grande y de torero macho.
Arte supremo ante los pitones de seis toros, seis –uno indultado–, de Victoriano del Río, de Jandilla, del Pilar, de Parladé –que volverá a la dehesa–, de Garcigrande y de Cortés.
«Da su junco a la media luna fiera y a la muerte su gracia, de rodillas». Cosas de Alberti. Picasso y Jean Cocteau en las nubes. Y las mujeres, como en los versos de Camyn: « …y al acabar la fiesta, cuando pasa/ primaveral y airosa, entre la gente,/ lleva desde el tendido hasta la casa/ los labios de reír, como una fuente,/ los ojos de llorar, como una brasa».
–Maestro Buonaroti: ¿Cómo una roca de mármol puede convertirse en «La Piedad»? – Muy sencillo. Quitando a la roca de mármol todo lo que le sobra». Pues eso. El toreo de Tomás consiste, cuando su arte y valor se lo demandan, en eliminar del aire lo superfluo y esculpir la obra fundamental. Y ante la muerte. Y entre los pitones. De nuevo, Alberti: «Una mulata/ dos pitones en punta/ bajo la bata». Aquí en la lejanía, los únicos pitones aproximados al arte que he podido ver, sin sustos, han sido los de Kate Middleton. Bellísimos, y también muy repercutidos, pero otra cosa.
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