Ciencia

Dramático «menú» en la Polinesia: Aún quedan caníbales

El supuesto caso de un turista devorado por un aborigen en una isla del Pacífico ha reabierto el debate sobre un rito que, según la antropología actual, hoy está erradicado

Stefan y Ramin vivieron en la Polinesia su peor pesadilla
Stefan y Ramin vivieron en la Polinesia su peor pesadillalarazon

«Valles soleados plantados de árboles de pan; canoas talladas danzando en las chispeantes aguas azules; bosques salvajes custodiados por ídolos horribles: ritos paganos y sacrificios humanos». Herman Melville nos daba así la bienvenida a las islas Marquesas en «Taipi, un edén caníbal». Un relato que hizo mella en Stefan Ramin. Este ejecutivo de Hamburgo de 40 años emprendió en 2008 junto a su novia, Heike Dorsch, la aventura de su vida: un viaje a través del Pacífico a bordo de su catamarán. ¿Su destino? La Polinesia francesa.

Tras los pasos de Melville, la pareja fondeó el pasado 16 de septiembre en las islas Marquesas. Stefan no quería irse sin visitar la zona más montañosa de la isla de Nuku Hiva. No iba solo. Henri Haiti, un guía local, iba a acompañarlo en la celebración de una cacería de cabras. Pero algo se torció. Henri regresó solo al pueblo y alertó a la novia de Stefan: el ejecutivo había sufrido un accidente. Ambos se adentraban en el bosque cuando, de nuevo, se produjo un sorprendente giro en los acontecimientos. Henri encadenó a Heike a un tronco e intentó violarla. La joven pudo escapar y avisar a las autoridades. De Stefan sólo se hallaron huesos, una prótesis dental, mechones y ropa, lo que despertó la sospecha de que pudo ser víctima de un ritual caníbal. De Henri Haiti, ni rastro.

¿Leyenda urbana o evidencia de que el canibalismo pervive? «Cuando llegué a la Polinesia francesa hace 40 años, los aborígenes me contaron que sus abuelos se habían comido a varios misioneros. No sé si era cierto o lo decían para escandalizarme», relata Anthony, antropólogo que prefiere guardar su anonimato. El canibalismo, explica, se practicó en zonas del Pacífico hasta el siglo XIX. ¿Su finalidad? «Absorber» las virtudes tanto de enemigos como de los jefes de la tribu mediante la ingesta de partes «nobles» de su cuerpo: riñones, hígado, sesos... Aquello se acabó con la llegada, precisamente, de las primeras misiones.

Indonesia y la Guayana francesa pudieron ser de los últimos bastiones del canibalismo, como apunta Manuel Mandianes, antropólogo del CSIC. Ahora bien: «Hoy no quedan casi tribus que no se conozcan. Y en la antropología actual no está documentada ninguna que practique el canibalismo». No en vano, la globalización ha alcanzado a todos los rincones del mundo. Eso sí: «¿Puede haberlas? Sería de ignorantes negar lo que no se conoce». En todo caso, «puede existir alguna que, ocasional y accidentalmente, practique sacrificios humanos». Pero el caso de las islas Marquesas sólo puede responder «o a un caso de perturbación mental o a la pertenencia a una secta satánica».

«No creo que sea una práctica generalizada ni común, pero sí que puede sobrevivir de forma aislada en algunas tribus del mundo», afirma María Martinón-Torres, antropóloga del Cenieh. Lo cierto es que el canibalismo «cultural» –no por necesidad– se practicaba hace ya un millón de años, con el Homo Antecessor como «pionero». «Podía formar parte de las estrategias para defenderse de otras tribus», asegura. Y más documentado aún es el caso de los aztecas, como recuerda Tomás Calvo Buezas, catedrático de antropología de la Universidad Complutense. «Quienes comían carne humana eran la clase pudiente, sacerdotal o militar», afirma. Pero Calvo no cree que nos enfrentemos hoy a «rituales habituales».

Irónicamente, hoy es más amenazador el canibalismo «urbano». Y, éste sí, con nombres y apellidos: Issei Sagawa, el japonés que en 1981 devoró a una compañera de clase; Armin Meiwes, el alemán que en 2006 se comió a su amante tras conocerlo en internet... Para el psiquiatra forense José Cabrera, estos casos denotan a «personas profundamente trastornadas que en su enfermizo pensamiento matan, destruyen y devoran a la víctima como la expresión de un odio extremo o un delirio psicótico sin freno». Un instinto ancestral, afirma, «cuya memoria colectiva se pierde en la noche de los tiempos».