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OPINIÓN: La Purísima estrella de la esperanza

La Razón
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En el corazón del Adviento adquiere relieve especial la figura de santa María, Madre de Dios, grávida de la Palabra, que ella acogió en su corazón de virgen y se hizo carne en su seno maternal. Desde entonces Dios es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros.
Dios otorgó a María un papel muy importante en la historia de la salvación. Aquella joven de Nazaret fue elegida por Dios y recibió una misión primordial: ser la madre del Hijo de Dios que se encarnó en sus entrañas virginales por obra del Espíritu Santo. Y todo esto para la salvación de la humanidad. Dios, creador del hombre y de la mujer, en la plenitud de los tiempos, asumió la naturaleza humana creada por él y requirió la colaboración de María.
En santa María todo está en función de su misión de ser la madre de Jesucristo. María, de una manera única, ha sido la primera en beneficiarse de la victoria sobre el pecado obtenida por Cristo. Se entiende así mejor la verdad de la fe cristiana sobre la Inmaculada Concepción, entre nosotros más conocida popularmente como la fiesta de la Purísima.
María es llamada así porque, desde el primer instante de su existencia, fue preservada de toda mácula de pecado original y enriquecida con la plenitud de la gracia desde el primer momento de su concepción. Esta verdad fue proclamada como dogma de fe por el Papa Pío IX el año 1854, fundamentándose en las afirmaciones de las Sagradas Escrituras sobre María y en la fe de la Iglesia sobre este misterio mariano.
Poco después de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, la Virgen María se apareció en diversas ocasiones a una joven sencilla y pobre en la gruta de Lourdes. Y se presentó como la Inmaculada Concepción. Los peregrinos que visitan este santuario pueden leer grabadas estas palabras en la imagen de la Virgen María de Lourdes que preside la explanada de la gruta.
La fiesta de la Purísima, situada en medio del Adviento, nos prepara también para la próxima celebración de la Navidad. En este año dedicado al poeta Joan Maragall i Gorina, que fue un gran intérprete del sentido de las fiestas cristianas, quisiera remarcar alguna cosa de las que dice sobre la fiesta de la Purísima como prólogo de la Navidad. En el poema «Nadal», escrito el año 1895, dice: «Neix l'hivern cantant les glòries/ d'una verge amb manto blau/ que al sentí's plena de gràcia/ baixa els ulls, junta les mans/ i es posa a adorar Déu/ en son ventre virginal…/ Caieu fulles; caieu fulles,/ que ja s'acosta Nadal».
En «La nit de la Puríssima», el poeta se encanta ante el cielo azul de aquella noche, y ve en la Joven de Nazaret a la que nos acerca a Dios y nos hace familiar a Dios mismo. «Aquesta nit és bé una nit divina./ La Purísima, del cel/ va baixant per aquest blau que ella il·lumina,/ deixant més resplendors en cada estel».
Benedicto XVI acaba su encíclica sobre la esperanza afirmando que Jesucristo es ciertamente la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero añade que para llegar hasta él necesitamos también luces próximas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo. María es una de estas luces. Ella es una estrella de esperanza. Ella que con su aceptación abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo, porque en ella el Hijo de Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros y, como dice el Evangelio de San Juan, «acampó entre nosotros».