Artistas
Gargantilla verde (II)
Mientras la mujer joven y hermosa de la gargantilla verde degustaba un lenguado con sus estilizados ademanes de abrir el correo, pensé con relativa amargura que jamás habría alguien como ella en mi futuro y que tampoco me importaría recordarla por haber estado, siquiera fuese por error, en mi pasado. También pensé que donde quiera que dos hombres peleasen hasta hacerse sangre por una mujer, alguien como ella sería sin duda el razonable motivo. Estábamos los dos en el mismo lugar y a la misma hora, pero éramos tan distintos… Hasta se me pasó por la cabeza que yo era quien estaba allí, recién salido de la lluvia, con el dinero justo para me fuese fácil arruinarme, y que en aquella escena ella era sólo una transparencia de otra película que el viento hubiese arrastrado lejos de su cine de estreno en Broadway. Recordé lo que había dicho de esa clase de mujer un tipo que fue trompetista de la orquesta de Count Basie: «Desengáñate, amigo. Hay mujeres que nunca son para los tipos como tú y como yo. Son el premio de un sorteo al que siempre llegaremos tarde. Sus pisadas acaban sin remedio donde se reúnen los pies de otros hombres, igual que en unas calles el viento junta las colillas de los proscritos y en otra calle bien distinta la brisa reagrupa los sombreros de las mujeres. Olvida a esas chicas, muchacho. Ellas vuelan como perdices de raso para los rifles de los cazadores y nosotros resulta que nos hemos metido en la lluvia armados para la pesca con pluma». Fuera del restaurante arreciaba la lluvia y allí seguía el coche fucsia con una rueda en llanta, reluciente y herido, esperando tal vez a que se me ocurriese la galantería de salir a la calle a cambiarle la rueda y volviese luego a entregarle las llaves de su coche con la mano llena de perfidia, de malicia y de agua. Aunque podría parecer audaz y desde luego resultaba heroica, deseché la idea. La mujer hermosa de la gargantilla verde prendió un cigarrillo y dejó escapar lentamente el humo de su boca sin soplar, en un gesto distraído, involuntario, dejando el humo en suspenso alrededor de su rostro, recapacitando en el aire como un acróbata lento y deshuesado. El maitre dejó sobre mi mesa la joyería de una docena de ostras abiertas como peinetas de carey sobre una cama de hielo picado. Entonces con el humo de su cigarrillo rondó mi cena el perfume de la mujer de la gargantilla verde. No me importa reconocer ahora que sorbí de su concha la primera ostra con los ojos cerrados… Y juraría que al abrir de nuevo mis ojos vi que la mujer de la gargantilla verde tenía discretamente cerrados los suyos…
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