Crítica de libros

Una mirada en los codos

La Razón
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Son muchas las personas que se acercan a mí atraídas por la posibilidad de encontrarse con un hombre bronco, insolente y perverso, a veces incluso violento, un tipo al que por culpa de sus remordimientos y de su insomnio casi nadie hubiese visto recién levantado. Muchas noches he notado que en la barra de El Corzo siempre quedaba hasta rayar el alba alguien atento a que yo tuviese el arranque de insolencia o de cólera del que tanto le habían hablado quienes por desconocimiento ayudaron de manera decisiva a crearme esa imagen de tipo rudo y maldito que sólo resulta atractivo cuando hace daño. La verdad es que intenté muchas veces desmentir esa imagen distorsionada que se tenía de mí, hasta que comprendí que muchas de mis amigas me apreciaban por las mismas razones por las que tendrían que temerme. Actuaban como ovejas que en medio de la oscuridad se disputasen la primera mordedura del lobo. Sabían que corrían el riesgo de confirmar sus temores, pero era como si algo extraño, una contradictoria mezcla de pánico y osadía, las empujase a retroceder hacia el peligro. Mordí a unas cuantas de aquellas ovejas y otras muchas se volvieron al otro lado de la cerca decepcionadas porque al lobo se le hubiesen acabado inespe-radamente la furia, la malicia y el hambre. Yo estaba quemado por algunos fracasos personales y no me convenía reincidir, así que decidí evitar a toda costa que las ovejas se metiesen por su propia cuenta en mi boca y me obligasen a comer sin apetito. Fue así como me distancié de ellas y prosperó la idea de que además de bronco y perverso, era un tipo incapaz de sentir cualquier emoción que no acabase en un vicio, en una pelea o en un crimen. Pero llegado ese punto decidí que lo mejor era dejar correr los bulos hasta que el tiempo los convirtiese sin remedio en una leyenda irreversible. A veces me pregunto qué diablos espera la gente de mí y la verdad es que no tengo respuesta para eso. Ya no soy el muchacho lírico e inocente que soñaba con abrir con su aliento las flores de diciembre, ni el adolescente soñador y taciturno en cuya mano de escribir se posaban como pavesas las moscas que desovaban en el humo alabeado del tabaco. Tampoco soy sólo el tipo que se mete a deshora en las farmacéuticas camas de sus amigas para que sus lavadoras muelan horas más tarde un viscoso mortero de semen, lencería y saliva. ¿Quién diablos soy entonces? No estoy muy seguro. A veces me miro en el espejo y veo en mis ojos el parentesco lejano de la mirada derrotada y escéptica de alguien que tuviese las pupilas enterradas en la piel muerta de los codos.