Escritores

Placa de tórax

La Razón
La RazónLa Razón

Por mi manera de vivir he estado siempre entre situaciones contradictorias, a caballo de dos matrimonios, entre dos empleos, en medio de corrientes, indeciso entre el lugar del que salí y el sitio al que tendría que ir. Escribo con la ventana abierta, entre el aire caliente de un calefactor y el frío de la calle. A veces el viento mete lluvia en el sitio en el que escribo y se me apaga el cigarrillo. Anteayer llovía a cántaros y al ir a Onda Cero para hacer mi colaboración en el programa de Carlos Herrera pillé una mojadura como no recuerdo. Ahora estoy resfriado, me lloran los ojos y escribo con esa pizca de fiebre que a ratos distorsiona la realidad y seca la boca. Recuerdo que de muchacho me gustaban las chicas enfermas, afectadas por algún problema pulmonar, diezmadas por un fallo hepático, lívidas y sin fuerzas, porque suponía que en esas condiciones una mujer era más receptiva, aunque solo fuese porque necesitaba que alguien se sentase a los pies de su cama y le contase las cosas de la calle, los saludables juegos de los chiquillos, el vuelo de las cometas... como un locutor retransmitiéndole la vida en medio de la discreta penumbra medicinal de su convalecencia. ¡Ah, las catarrales heroínas románticas! ¡Aquellas muchachas pálidas y enfermizas que se constipaban con el aliento de sus abanicos, con el vuelto de sus peinados, y permanecían recluidas en un restringido y antibiótico orbe sanatorial, con silencio de convento y olor de mercería! Mi abuela paterna pasaba temporadas en el balneario de la isla de La Toja, no sé si porque estaba enferma de algo elegante o porque necesitaba recuperarse de las fatigas que le producía criar a tantos hijos. Yo no supe mucho de ella e ignoro si de joven fue una pálida muchacha con perdigones de sangre en la tos, pero seguro que me habría gustado acompañarla en aquel mundo mineromedicinal y aguardar expectante a que se contrajese en su rostro el refinado gesto casi pedagógico con el que aquellas señoras de La Toja expulsaban sus piritas del riñón en la bruñida patena del nefrólogo. A veces voy solo hasta la isla, detengo el coche frente al foso de tiro y recuerdo cuando de niño escuchaba entre dos épocas los disparos de aquellos elegantes señores tan ingleses, que rastreaban en el aire el vuelo de los platos y los disparaban haciendo aplaudir las postas en un estrambote como de coces de cerámica que se esfumaba entre nubes bajas al fondo de la ría, sobre la marea gris y guateada. Hoy tengo fiebre y recuerdo aquello porque estoy entre corrientes y porque presiento en mis ojos la mirada triste de aquellas muchachas silenciosas y enfermas que tanto me gustaron en una época de mi vida en la que lo que me fascinaba del pecho de las chicas era su placa de tórax.