Irak
Un fallo de seguridad por César Vidal
El ascenso y la conversión de Petraeus en héroe siempre tuvo algo de sospechoso. Hace apenas unos meses, Ray McGovern, un antiguo analista de la CIA cuestionaba la competencia de Petraeus señalando que su biografía no se correspondía con la realidad y que, por añadidura, su ascenso se debía a razones no estrictamente profesionales. McGovern indicaba que Petraeus tan sólo había subido en el escalafón porque era la persona dispuesta a decir que sí a sus superiores. «Sería hasta capaz de casarse con la hija del jefe», añadía el antiguo agente, «bueno, en realidad, es lo que hizo». Es muy posible que esa facilidad para amoldarse a los deseos de la gente que se encontraba por encima de él fuera lo que motivó a Obama a convertirlo en el sucesor de McCrystal cuando éste fue destituido por formular críticas a su política en Irak. Al principio, las relaciones trasncurrieron bien. Petraeus fue convertido –más por necesidades propagandísticas que por causas de peso– en un héroe al que se atribuyó el éxito en Irak cuando lo cierto es que se limitó a concluir el trabajo de su antecesor en los plazos ya decididos por Bush. Cualquiera con un poco de conocimiento de la realidad se percataba de que se estaban exagerando mucho sus virtudes, pero no era menos cierto que la guerra necesitaba héroes para justificar su prolongación.
Dotado de esa aureola, fue enviado a Afganistán como si la mera propaganda pudiera obrar el milagro. No fue así y, para remate, Petraeus, ya bastante poseído de su imagen pública, no dudó en oponerse a un Obama que deseaba salir cuanto antes. El presidente necesitaba deshacerse de un general que no sólo no estaba cumpliendo con sus objetivos, sino que además había salido respondón. Debió de parecerle entonces que la solución ideal sería entregarle la dirección de la CIA y apartarlo del campo de batalla. Pero en su nuevo destino Petraeus no se comportó mejor. Tras su dimisión, las nuevas revelaciones indican que no sólo mantuvo una relación adúltera con su biógrafa Paula Broadwell, sino que además, presumiblemente, permitió a ésta el acceso a su cuenta de correo. Desde esa cuenta, comenzaron a salir ataques contra una ebúrnea mujer de origen libanés llamada Jill Kelley a la que, también, habría intentado seducir Petraeus aprovechando la buena relación que mantenía con su familia. Las quejas de Kelley por los correos que recibía habrían alertado al FBI que, presumiblemente, habría llegado a la conclusión de que Petraeus no sabía mantener cerrada ni la bragueta ni la cuenta de correo por la que circulaban importantes secretos de Estado. Por supuesto, los amigos de Petraeus están negando el acoso a Kelley y cualquier relación entre ella y el general. Además, aunque reconocen el «affaire» con Broadwell, insisten en que se inició dos meses después de que el general se hiciera cargo de la CIA. Este matiz es importante, ya que el código de justicia militar considera el adulterio como delito y Petraeus, si ya era amante de Broadwell en Afganistán, pasaría de la noche a la mañana de héroe a delincuente. Sobre este poco edificante panorama planea además el temor por los agujeros del sistema de seguridad nacional y no sorprende que la presidenta del Comité de Inteligencia del Senado, la demócrata Feinstein, esté preguntando por qué el FBI –que tenía los datos desde el verano– no les informó de nada. Quizá la respuesta sería más fácil obtenerla de un Obama que ya estaba en campaña o de un militar que se creyó héroe y, en la cúspide de la fama, olvidó el principio que se susurraba a los generales romanos en la ceremonia del triunfo: «Recuerda que eres mortal».
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