Ministerio de Justicia
Sala bajo sospecha
La sala del Tribunal Constitucional es una sala que levanta sospechas, quizás porque los ciudadanos corrientes no entendemos que, con tanta frecuencia, le retuerza el brazo al Tribunal Supremo, o que le parezca bien el asalto de república bananera a las empresas de Rumasa, por el voto de calidad del entonces presidente Manuel García Pelayo, o que reconozca, como reconoció el Tribunal Supremo, que Alberto Alcocer y Alberto Cortina estafaron a sus socios, pero les declare libres, o que ante un grupo de ciudadanos que hace poco brindaban con champán cada vez que los terroristas de ETA le pegaban un tiro en la nuca a un guardia civil y se declaran ahora milagrosamente demócratas, les permita usar las instituciones del Estado, y dispongan, ellos y sus amigos, de los domicilios de todos los vascos, incluidos los de las esposas, madres, hermanos e hijos de los que fueron asesinados y tanta alegría les producía y tantos brindis les proporcionaban.
El presidente del Tribunal Constitucional es este señor que se entrevista con el presidente del Gobierno, don Pacual Sala, y que viene a ser un magistrado de plantilla del poder judicial, como si hubiera hecho unas segundas oposiciones, aunque esta vez el único esfuerzo haya sido ser señalado con el dedo del PSOE. Desde 1982, cuando fue nombrado magistrado del tribunal de Cuentas, Pascual Sala ha sido de todo: presidente del Supremo, del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional, esa sala que, al escuchar los comentarios de españoles de a pie y españoles relevantes parece estar bajo la sospecha de que sus miembros obedecen como mansos bueyes lo que les propone el partido que les nombra. Pero la sospecha no es una prueba, y la desconfianza sobre la colaboración entre el poder ejecutivo y el poder legislativo es un barrunto que podría transformarse en injuria, cosa que no está en nuestro ánimo. Lo estuvo en el de don Francisco de Quevedo y Villegas cuando en el soneto «A un juez mercadería» escribió:
No sabes escuchar ruegos baratos,
y sólo quien te da te quita dudas;
no te gobiernan textos, sino tratos.
Pues que de intento y de interés no mudas,
o lávate las manos con Pilatos,
o, con la bolsa, ahórcate con Judas.
¡Qué barbaridad! ¡Qué cosas se escribían de los jueces en el siglo XVII! Ahora son otros tiempos. No hay nada más que ver la mirada atenta del presidente del Gobierno, que observa con respeto a quien desde 1982, en que su partido le llevó al Tribunal de Cuentas, no se ha bajado del coche oficial. Casi treinta años de apoyo evitan cualquier demostración de afecto, puesto que se ha proyectado en los hechos, de la misma manera que no hay nada más que ver esa mirada del señor Sala, que parece haber encontrado algo sumamente interesante en la limpia mesa de cristal, huyendo de la de su interlocutor, para colegir ese sentido de la independencia de él mismo y de la sala que preside. Esa independencia que le llevó a posponer casi tres años una sentencia sobre el Estatuto de Cataluña, y donde el Tribunal Constitucional no sólo demostró su independencia, sino que parecía que se había independizado incluso de la sociedad cuyos contribuyentes les pagan los sueldos. La sala está bajo sospecha. Posiblemente sea una injusticia, pero no cabe duda de que sus componentes han dado más de un motivo.
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