Eslovaquia
Karol Wojtyla montañero de los Tatra
Hace muchos años, un joven «górale» caminaba por los Tatra. Alto y apuesto, calzaba las botas de quien está acostumbrado a andar por los montes. No titubeaba, aunque de vez en cuando se paraba a contemplar el impresionante paisaje.
A su izquierda, los picos nevados de los Tatra se mostraban en todo su esplendor señalando lo que hoy es la frontera con Eslovaquia. Su destino era el Santuario de madera de Wiktorówki dedicado a Nuestra Señora de Jaworzynskiej. Antes tenía que detenerse en la llanura llamada «Rusinova Polana» en honor al «górale» Bartek Rusin, antaño dueño de aquella tierra. Una nueva estampa del paisaje le cortaría la respiración. El aire olía a primavera y el «crocus», la flor lila de los Tatra, adornaría el verdor de la pradera.
Sintiéndose en paz con la vida a la que tanto amaba, el viajero retomó el camino, no sin antes observar que la ventana de la cabaña de madera, normalmente vacía, estaba abierta. Llamó a la puerta y la campesina que le abrió alegó estar harta de ofrecerle té a los peregrinos. Ella, enclenque y cansada, tenía que cargar con el cubo de agua desde el afluente del Dunajec, por apenas unos centavos de donación. El obispo de 38 años Karol Wojtyla le sonrió con esa sonrisa suya tan especial… y se volvió una costumbre el que cada vez que pasaba por la pradera de Rusin llamara a su puerta con un cubo de agua fresca en la mano y disfrutaran juntos de una taza de té. Poco antes de morir, Minka vio en la televisión cómo aquel simpático caminante que le amenizó sus solitarias horas resultaba elegido Pontífice de la Iglesia católica.
Juan Pablo II adoraba las montañas colindantes a su Wadowice natal. Le traían recuerdos de su infancia, de su juventud clandestina como sacerdote cuando se amparaba en la naturaleza para encontrarse con sus colegas. Recordaba cómo mientras pescaba en sus ríos, le sorprendió la noticia de su obispado de Cracovia. Añoraba sus paseos por la acogedora Zakopane, la capital de los Tatra, parando en alguna de las pastelerías a tomarse su pastel preferido, el hojaldre cremoso de la «kremówka».
Los ciudadanos de Zakopane siempre han sentido en Juan Pablo II a uno de los suyos, siguiendo de cerca su trayectoria y rindiéndole homenaje. Tras el atentado de 1981, la preocupación del pueblo montañés fue tanta que prometió levantar un santuario a Juan Pablo II si éste sanaba. Así fue y fieles a su promesa, construyeron con sus manos y medios el Santuario de la Virgen de Fátima que hoy corona el pueblo.
Una ciudad en madera
Zakopane es un lugar de «cuento» con casas de troncos separados por una gruesa cuerda, balcones tallados y múltiples tejadillos. Con montañeses de cara curtida que ahumean el famoso queso de cabra «Oscypek» en la misma cabaña en la que viven, acompañados por el perro ovejero oriundo de los Tatra, el blanco y gigante «owczarek podhalanski». Con mujeres que, cubiertas con pañuelos de flores, llenan por las tardes las iglesias. Algunas de estas capillas son tan hermosas que les ha merecido la nominación de la Unesco, como aquella de Debno cuyo interior es único en detalles. En todas ellas estuvo Juan Pablo II, cuyo retrato, vidriera o escultura le recuerda, como le recuerda Zakopane en los aniversarios de su muerte, alfombrando al anochecer las calles por las que anduvo su padre la última vez que los visitó.
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