Literatura

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Buenas lecturas

La Razón
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Poseemos una larga tradición literaria que se ha escrito en la historia con letras de oro, que diría Lope de Vega. Dicen los estudiosos que en los tiempos antiguos la lengua que hablaban los españoles debió tener numerosos elementos arios que fueron sustituidos por la lengua latina, sobre todo tras la conquista romana de la Península, y una vez sometida a una completa romanización, la lengua fue empleada de modo brillante por nuestros literatos. Coexistieron con el habla emergente, de manera natural, otros idiomas peculiares de la Península Ibérica, que si por una parte iban cediendo terreno al lenguaje predominante, también influían en la corrupción del latín metiendo en él la cuchara con defectos de pronunciación, palabros, giros, locuciones extrañas a su sintaxis… Una fermentación de la lengua que aumentó considerablemente cuando los pueblos germánico-eslavos –sobre todo suevos y visigodos– se establecieron en la Península; una corrupción que llegó a extremos de paroxismo a pesar de que aquella era la lengua oficial de la monarquía visigoda y continuaría siéndolo los primeros siglos de la Reconquista. Ya en el siglo XII tendríamos, no obstante, formados en la Península el gallego-portugués, el castellano y el catalán. Lenguas romances todas ellas que han disfrutado y hecho gozar de un notable cultivo literario.
En los albores de las literaturas nacionales de la Península, repercutía mucho en ellas todo lo que se hiciera más allá de los Pirineos, y en el siglo XIV el influjo fue todavía más acusado puesto que «italianos y provenzales» llegaron «hasta torcer la inspiración nacional» por aquel espíritu de imitación que volvía locos a quienes se sentían subyugados por Dante o Petrarca. En el último tercio del siglo XV la producción literaria patria sería casi un palimpsesto de la italiana. Y en el XVIII, con la llegada de los Borbones, la influencia francesa se dejó sentir no sólo en las cocinas.
Tenemos manifestaciones literarias celto-hispanas. La literatura hispano-latina, producto de la romanización, alcanzó a brillar con la dominación visigoda y hasta la Reconquista. Tuvimos un Siglo de Oro. Un florecer y un ocaso, cierta decadencia. Cerramos los ojos y… ¡ya estamos en la época contemporánea!, vigorosa, interesante como pocas. En el ir y el devenir de la historia hemos ido dejando un rastro de libros por el camino. Libros, sí. Muchos. Y muy buenos.
Nunca olvido una afirmación de Roger Penrose que dice que una idea bella tiene una probabilidad mucho mayor de ser una idea correcta que una idea fea. Siguiendo esa hipótesis, siempre he sabido que era bueno, por bello, amar los libros, tener la casa llena de libros que hacen la mejor compañía.
Cuántos escritores. Cuántos libros. Novela, ensayo, poesía, ni una cosa ni la otra… Una biblioteca –la despensa del alma– llena. Y lo mejor de todo es que nadie nos obliga a la contención. Que, por una vez en la vida, podemos darnos un atracón hasta reventar, como don Quijote, de lecturas.
(No digan, pues, que no saben qué leer este verano).