Ministerio de Justicia
La trastienda del fiscal instructor
¿Quién debe dirigir la investigación penal, el juez o el fiscal? Esta pregunta puede responderse de dos maneras: acudiendo a un manual de Derecho Procesal o a las hemerotecas. Si optamos por lo primero entramos en un debate jurídico sobre el sistema de proceso penal. Pero si vamos a las hemerotecas nos daremos un buen baño de realidad, pura, dura y cruda. Vamos a rejuvenecernos, vamos veinte años atrás, a los más negros de nuestra democracia: la España de los escándalos, la del terrorismo de Estado.
Fueron años de constante tránsito por Juzgados de Instrucción de poderosos personajes de la política, la economía, los negocios, la prensa o todo a la vez; gracias a ellos aquel debate de eruditos juristas saltó a la opinión pública. Bastó que hubiera jueces de instrucción que admitiesen querellas, acordasen prisiones provisionales para que se inyectase en la opinión pública este mensaje: ¿realmente el juez debe instruir? Eran años en los que la defensa de los afectados pasaba por desprestigiar y cuestionar el sistema judicial o la figura del juez instructor; el mensaje era que las penalidades de aquellos personajes obedecía no a sus delitos, sino a un sistema procesal imperfecto, a los abusos de los jueces.
Y así hasta el momento presente. La idea de atribuir la instrucción al Ministerio Fiscal se acariciaba ya en la anterior legislatura pero ahora se pisa el acelerador. La idea no viene sola, sino acompañada de otras iniciativas que buscan reducir el Poder Judicial a su mínima expresión, desactivarlo en beneficio de instancias de vinculación gubernamental. Ahí está la idea de suprimir la acción popular, es decir, que un ciudadano asuma la iniciativa de acusar; únase la partitocracia del órgano de gobierno de la Justicia, la creación de diecisiete Consejos Judiciales que clonen a ese órgano tan criticado por politizado; añádase que la Justicia dependa por entero de los medios materiales y humanos que le dan el Gobierno central y los autonómicos, añádase una policía gubernamentalizada y sale ese cuadro: poder político fuerte, Justicia débil.
Esto no es una guerra de jueces contra fiscales por ámbitos de poder o de competencias; es más, egoístamente hasta podría convenirnos a los jueces quitarnos una competencia que más presencia nos da en los medios de comunicación, y sobre la que los ciudadanos juzgan –críticamente– nuestra función. Esto no es una polémica corporativa. Es, querido lector, su problema. Lo que ventila es que sólo se persigan los delitos que interesen al Gobierno o queden impunes los que no le convenga perseguir; que la suma de fiscal más policía, dependientes de la misma cabeza pensante, inquiete al adversario.
Hace poco, en estas páginas, me refería al caso Garzón. Lo invoco de nuevo por conocido y con respeto a la presunción de inocencia. Si se le va juzgar es porque hay un juez que instruye. No sé en qué quedará todo y le deseo lo mejor, pero si rigiese ya el modelo que viene –fiscal instructor y desaparición de la acción popular– ni habría sido imputado ni se le juzgaría; de ser condenado sus delitos habrían quedado impunes de existir ya el modelo venidero: el fiscal siempre se ha opuesto al instructor y si desaparece la acción popular no se le habría investigado. Resulta relevante que, aparte de defenderle, el Gobierno haya pretextado los procesos a Garzón para su reforma procesal.
Insisto, querido lector, está en juego su condición de ciudadano. Ate este cabo a otros y verá cómo vamos: un Tribunal Constitucional clónico de las mayorías parlamentarias, unos organismos reguladores –Comisión Nacional de la Energía, de las Telecomunicaciones, etc.– gubernamentales; una policía del mismo cariz. Añada aspectos no tan apartados de lo que hablo, por ejemplo, la creciente concentración de medios de comunicación, que moldean la opinión pública; sume la eficacia real de ciertos derechos fundamentales, por ejemplo, libertad de educación, objeción de conciencia; junte a todo esto –y a más–, que la llave de la Justicia penal se la colgará el Gobierno y deducirá que si una democracia real implica un serio y efectivo sistema de equilibrios y controles en el ejercicio del poder y presupone una sociedad abierta, libre y despierta, no vamos por buen camino.
También en estas páginas un magnífico fiscal –Álvaro Redondo– defendía esa reforma apelando a la independencia de los fiscales, sujetos al principio de legalidad o a que sus decisiones las controlaría el juez. Pues bien, si fuese así, ¿para qué la reforma?, ¿para qué poner la Justicia penal patas arriba si ya tenemos al juez de instrucción?, ¿acaso no es independiente y le controla una instancia superior? No dudo de la valía ni de la independencia de la gran mayoría de los fiscales pero, si yo fuese fiscal, me inquietaría quedar inserto en lo que puede ser un comisariado político. Mira Álvaro, este debate no es jurídico, y menos para quienes conciben el Derecho no como límite del poder, sino su pretexto, aliño o coartada. Vivimos un capítulo más del empeño de una oligarquía política, ideológica, por controlar todos los resortes del Estado, por dominar todos los recovecos de la sociedad.
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