Estados Unidos
Manuel COMA
Ronald Reagan fue en su tiempo adorado por la derecha americana y aborrecido por la izquierda local y universal. Por mucho que les duela reconocer prendas, sólo los más empecinados izquierdistas estadounidenses rezongan todavía contra él en la intimidad de sus publicaciones de secta, porque el consenso ha llegado a ser que el presidente de 1980-88 se cuenta entre los grandes de la historia nacional y para muchos ha sido el mejor desde 1945.
Sus enemigos gustaban de presentarlo como un fascistoide simplón. Amén del burdo reflejo gochista de colgarle el sambenito de ultra-lo-que-sea a todo el que se desvíe medio grado de su férrea ortodoxia ideológica, lo de creer que en la política americana alguien con leves concomitancias mussolinianas pueda llegar a alcalde de pueblo, más que fantasía es supina ignorancia. Lo de «simplón» es otra cuestión que nos lleva a ciertas características personales relacionadas con su grandeza. Ya en su época era reconocido universalmente como el «gran comunicador» y a esta cualidad se le atribuía buena parte de sus éxitos electorales, pero es pintoresco que se pretenda divorciar de una muy respetable inteligencia esa capacidad de llegar convincentemente a todos con la palabra. Capacidad que a su vez algo tiene que ver con un apabullante sentido común, que ya se sabe lo poco común que es.
Fue hombre de ideas claras y convicciones profundas al mismo tiempo que un político cordial y flexible. Su hombría de bien fue una de las grandes bazas de su éxito. Creía que había que hacer lo que se debía hacer sin arredrarse ante dificultades y obstáculos, con lo que consiguió imprimir más de un importante quiebro a la historia de su país y de nuestro tiempo. Por otra parte su pragmatismo le llevó algunos compromisos que pueden discutirse si fueron imprescindibles o por el contrario instrumentales, pero que no menguan su amplio balance de hitos.
En lo internacional su nombre estará por siempre asociado al fin de la guerra fría –por goleada– mediante su gran contribución al descrédito terminal del comunismo. Su método tuvo esa simplicidad que sus retorcidos rivales internos se empeñaron en confundir con simpleza: llamar al pan pan, esto es, «imperio del mal» a la Unión Soviética. Creía en la superioridad de su sistema y por tanto en la posibilidad de victoria y se lanzó a conseguirla, explotando las debilidades del enemigo, limitándose a veces a proclamar, eso sí, alto y fuerte, que el rey estaba desnudo. Pero para reducir riesgos era necesario operar desde una superioridad también en lo militar, jugando a fondo las ventajas tecnológicas, por lo que se lanzó a una carrera de armamentos que terminó dejando a su competidor arrojado al basurero de la historia.
En política doméstica, sin pararnos en muchas realizaciones concretas, su gran herencia se sitúa en el plano psicológico e intelectual. Devolvió a sus compatriotas la confianza en su nación y en las virtudes de su sistema, tal y como lo habían creado los fundadores. Consiguió romper el monopolio que la izquierda –que en Estados Unidos se llama liberal– ejercía sobre lo que era «políticamente correcto», es decir, la excluyente ortodoxia ideológica. Restablecía la legitimidad del conservadurismo democrático y liberal en el sentido europeo, que es el original y genuino. Justo lo que necesitamos desesperadamente en nuestro país.
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