París

Arenas ardientes por Martín Prieto

El PSOE no se acordará qué hacía en 1975, pero el que firma sí: estaba en Seguia el Hamra y Río de Oro, Sáhara español, aunque ahora se le llame «occidental», en los días de la Marcha Verde.

CABALLOS CONTRA BLINDADOS: Queda por ver qué armamento posee el Polisario para mantener una guerrilla. La imagen es sólo una celebración del 25 aniversario del frente
CABALLOS CONTRA BLINDADOS: Queda por ver qué armamento posee el Polisario para mantener una guerrilla. La imagen es sólo una celebración del 25 aniversario del frentelarazon

Al contrario que Marcelino Iglesias, secretario de organización del PSOE, recuerdo perfectamente qué hacía en 1975: estaba en Seguia el Hamra y Río de Oro, o Sáhara español y no occidental, mal que le pese a la ministra Trinidad Jiménez, vieja activista de los saharauis. Mañana denominaremos «archipiélago suroccidental» a las Canarias. En Las Palmas, la Guardia Civil me cacheó hasta el espíritu porque se temía un secuestro aéreo y volé al continente más preocupado por el postfranquismo que se cernía rápidamente por la Marcha Verde marroquí de la que nada podía escribir porque todos los sucesos del Sahara habían sido decretados como materia reservada, secreto oficial, «black out», prácticamente como ahora.

Me recibió un teniente de enlace y me subió al volante de un Jeep: «Conduzca usted que yo estoy sancionado por un mes por una nadería». No conduzco, y menos un 4x4, pero me embaracé, metí una marcha donde entró y entre rugidos y saltos de rana llegamos al Parador Nacional de El Aaiún, residencia de oficiales y periodistas de brazos cruzados.
Paradójicamente, la censura desataba las lenguas y las noticias corrían como gacelas. La Policía Territorial, integrada por saharauis, era leal y permanecía armada. Los reactores rasaban estruendosamente los techados de aquel aduar, supongo que para insuflar ánimos a una tropa que se sentía traicionada. El parador preparaba su evacuación para que se instalara una avanzadilla del Estado Mayor marroquí, y un capitán de caballería mecanizada urdió un complot escondiendo bajo la cama de un informador una carga de explosivo militar para volar a los moros. Le mandaron anticipadamente a Canarias y echaron tierra sobre la chiquillada.

El Gobernador Militar era el teniente general Federico Gómez de Salazar, que paseaba solo por la capital con el pecho al aire, apenas cubierto el torso con un chaleco de antílope, sin mangas, medallas o distintivos, golpeteándose las botas con una fusta, que luego presidiría el juicio por el 23-F. Me remitió a su jefe de Estado Mayor, un inteligente coronel apodado «Bolita» por su aspecto orondo, quien me ilustró brevemente con el pesimismo de los informados: «Franco está muriendo y no conocemos el futuro. Mujeres, viejos y niños avanzan sobre nuestros campos de minas y no los vamos a ametrallar. Detrás viene el Ejército marroquí. Nuestra aviación tiene que operar desde Canarias. Podríamos dar un golpe hacia el Este con los carros y la artillería autopropulsada, pero sólo tenemos munición y gasoil para tres días de combate. Sólo queda obedecer y retirarse». Era tal la bronca militar que por eso tuvo que acudir el Príncipe a templar ánimos. Los legionarios del Tercio Alejandro Farnesio se negaron a arriar la bandera: la clavaron al mástil, lo talaron y lo plantaron en su acantonamiento canario. Otros legionarios se quitaron el uniforme y se unieron con sus esposas (a 20 cabras) al Frente Polisario.

UNA GUERRILLA SIN FIN

El Gobierno queda como Cagancho en Almagro que, al no matar un toro porque le miraba mal, tuvo que intervenir una sección de caballería para restablecer el orden y salvar al diestro. Vaya en su descargo que ni París ni Washington, tan influyentes en Marruecos, han dicho palabra, y que Naciones Unidas evita citar al reino alauita y a los saharauis. El Polisario no pertenece al radicalismo islámico ni nada tiene que ver con Al Qaida como mienten nuestros vecinos, pero controlan un tercio del Sáhara y queda por ver qué parque de armamento poseen para una guerrilla interminable. Había siroco y la alcachofa de la ducha sólo expelía una finísima arena. En Madrid tardé dos días en limpiarme los cojones.