Ciclismo

Mar del Norte

Marcha fúnebre en el Giro

Wouter Weylandt podría haber sido muchas cosas: el hombre que lanzaba los sprints a Tom Boonen hasta la pasada temporada, el chico que estrenaba equipo, ilusionado por compartir maillot con los hermanos Schleck. Podría haber sido el que dejó boquiabierto a André Greipel, sorprendido porque le arrebató la victoria en la tercera etapa del Giro de Italia del año pasado.

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Podría haber sido, simplemente, que no es poco, el novio de Anne Sophie, el padre de la pequeña que verá la luz, pero no a su progenitor, en septiembre. O podría ser también el chaval que bromeaba en el autobús del Leopard junto al mánager del equipo, Bryan Nygaard, con quien después de las infernales clásicas del norte, del pavé y los muros iría a pedalear por la arena del Mar del Norte. Podría haber sido mil cosas. Podría haber sido contable, estudió económicas; pero él quería ser ciclista y se afanó, terco, en convencer a sus padres porque quería ser eso, ciclista.

Podría haber sido tantas cosas. En cambio, Wouter Weylandt será aquel corredor que se abrió el cráneo en la bajada del Bocco, ese ciclista por quien nadie pudo hacer nada para salvarle la vida.
El Giro se vistió de negro y lloró ríos de lágrimas en la cuarta etapa, una marcha fúnebre. De madrugada llegaron a Rapallo la novia del corredor, sus hermanos y su madre; juntos se fueron al lugar donde Wouter se dejó la vida. Rosas y lirios sin olor. Allí, su hermana tocaba el muro contra el que chocó el cráneo, palpaba el suelo, aún manchado de sangre seca tapada por arena. Un abrazo al cielo entre el llanto.

El Giro, mientras tanto, se colgaba el crespón negro. Una trompeta fúnebre fue el único sonido en medio del dolor. Los últimos en llegar a la línea de salida fueron los ciclistas del Leopard. Ocho. Faltaba uno. El minuto de silencio precedió a las pedaladas. Fueron de luto, de sollozos. No hubo bromas, ni risas, tampoco tensión ni nervios. Nada de escapadas. Cada equipo tiró del pelotón diez kilómetros y relevó al siguiente. Así, hasta los últimos cuatro, en los que el Leopard pasó a la cabeza, en sepulcral silencio.

Ocho, más Tyler Farrar, su mejor amigo en el pelotón, «era como un hermano», dijo en la salida. No podía parar de llorar. El americano abandonaba en Livorno. No puede correr sin su compañero de entrenamientos, su confesor, su amigo del alma. Pero al llegar, ocupó su sitio, incapaz de parar de llorar. Hoy, el Giro vuelve a encender sus luces. El espectáculo debe continuar. 191 kilómetros entre Piombino y Orvieto con tramos de tierra. Más riesgo, más peligro. Pero sin Wouter Weylandt.