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Iquitos la ciudad prostíbulo

Iquitos, la capital de la provincia de Maynas, es uno de los lugares más bellos de Perú. Sin embargo, azotada en la actualidad por la pobreza, el narcotráfico y la corrupción política, ha pasado a engrosar la lista de «ciudades prostíbulos» como lo fue La Habana, Bangkok o Manila, donde la prostitución infantil se ha convertido para muchas jóvenes en la única manera de sobrevivir.

A pesar de la persecución del turismo sexual, Iquitos está en la ruta de la pederastia internacional
A pesar de la persecución del turismo sexual, Iquitos está en la ruta de la pederastia internacionallarazon

A Iquitos, antiguo imperio del caucho, el gran puerto de Perú, llegan viajeros de todo tipo, entre ellos los peores pederastas. Es verdad que en la selva las mujeres inician su vida sexual a los 14 años, cinco años menos que en Lima. A esto se agrega que el sexo con menores está lejos de ser socialmente condenable para los lugareños: «El mejor momento para las mujeres es entre los 13 y los 17 años. A esa edad son preciosas. Después, como no hacen ejercicio, se alimentan deficientemente y llevan mala vida, pierden su atractivo y se ponen feas, pasan a ser mercadería sexual de segundo y tercer plano», nos comenta el conductor del motocarro que nos lleva al hotel.

Para Ítala Morán, directora de La Restinga, ONG dedicada a recuperar de la calle a infantes en situación de riesgo, «un hombre maduro que se relacione con una menor de edad, aun con el consentimiento de la familia, y que tiene contacto sexual o trafica con estas menores incurre en el delito gravísimo de violación presunta, con el riesgo inminente de sufrir condenas gravísimas, hasta la cadena perpetua».

«Sin embargo, muchas veces está consentido por la familia, que obliga a las hijas a entregarse al "señor". éste suele pagar a los padres directamente, procurando toda la manutención de la familia y hasta es considerado como una figura protectora. Entregan a la hija como sacrificio para alimentar a la prole», agrega.

Zona roja

Cae la noche en el Bulevar de Iquitos, aunque en mitad de la avenida hay un mural que proclama «no a la explotación sexual», ilustrado con un símbolo de prohibido y una niña dentro de la señal, nadie parece advertir el cartel. Con la luna bien alta aparecen los «lobos» en busca de sus presas. Las «gringueras» que ofrecen comercio carnal con niñas menores de 16 años les facilitan su «caza», mientras que los «maperos», varoncitos que complacen a los turistas, son de más fácil acceso.

Pablo es uno de ellos. Aunque tiene una enfermedad en los huesos y se mueve con dificultad, empezó a prostituirse a los 14 años. En la puerta de su casa nos muestra fotos orgulloso: «He sido Miss Drag Queen Iquitos durante varios años». Ahora tiene 18 años, pero de menor también recorría la noche, conociendo hombres que le regalaban cosas o simplemente le invitaban a un trago de alcohol. Su caso es bastante corriente: chicos que culturalmente no ven nada malo en lo que hacen, pese a estar vendiendo su cuerpo. En cuanto a las «gringueras», en los diez últimos años se han multiplicado y en contrapartida las también llamadas «hamburguesas». «Las llaman así porque sirven comida rápida para los gringos», nos comenta uno de los camareros de La Fuga, un bar frecuentado por pederastas.

Además, su fama en el exterior ha incrementado el turismo sexual hacia Iquitos. Para el doctor Gotuzzo, esta situación convierte a Iquitos en una ciudad con alto riesgo de adquirir enfermedades de transmisión sexual y Sida. De hecho, dice el especialista, «turistas norteamericanos y europeos están trayendo a la selva peruana el herpes, una enfermedad muy común entre ellos. Al mismo tiempo, están llevando a su país la gonorrea, más frecuente en los selváticos y muy difícil de curar en Estados Unidos con los medicamentos convencionales».

Belén, la favela flotante

«Aparte de las aberraciones, violencia, sadismo a que someten a estas menores, también las traumatizan para siempre. Es un asalto horrendo y vergonzoso a la dignidad y los derechos de los niños y es una forma de violencia y abuso infantil», añade.

El termómetro marca treinta y ocho grados, el calor aÚn no se siente con toda su fuerza. Se acerca el mediodía, llueve torrencialmente sobre el mercado de Iquitos. Nuestros pasos se hunden en el fango mientras atravesamos puestecitos que venden toda clase de animales vivos y muertos.

Puedes comer gallina y acompañarlo con suris, gusanos que se degustan a la brasa, bien regados con un caldo de hierbas. También es fácil encontrar lagarto –cocodrilo– que los nativos rebozan y untan en una salsa parecida a la mayonesa.

Seguimos descendiendo hasta llegar al puerto. Desde allí tomamos una canoa para adentrarnos en Belén. El barrio ubicado al margen izquierdo del río Itaya, está formado por casas construidas con madera, que flotan al nivel del agua. En tiempos de crecida del río, los niños chapotean en sus aguas, las mismas que sirven de consumo y uso diario.

Adentrarse en sus calles es como navegar en un territorio raro, fuera de contexto; la gente observa al foráneo, preguntándose tal vez el porqué de su visita, el porqué de las cámaras fotográficas, sin saber qué de bonito le ven al barrio que los vio nacer.

El segundo piso de una escuela fiscal funciona como trampolín para que los niños salten a las aguas turbias de su suburbio. Un restaurante flotante pasa por nuestro lado, mientras observamos una de las múltiples capillas evangelistas que flotan sobre el agua. Madres lavando ropa en sus aguas, jóvenes bañándose, señores cargando agua, botes llevando gente, recios muchachos trabajando y algún que otro bar.

Los bares son un tema aparte. La música cumbia que se escucha a lo lejos invita al visitante a entrar, mujeres por sus ventanas salen a mirar, y en eso escuchamos una triste realidad: «Tías prostis aquí cobran cinco soles, pero son sólo para esos cargadores, no pasa nada. Y lo hacen en el bote», nos revela el conductor de la canoa. «Por las noches, encienden un foco como señal de que el servicio está disponible, y se pasean en sus botes esperando a algún cliente», agrega.

En muchos de esos clubs flotantes, sobre todo concurridos por la población local, es fácil encontrar menores. Especialmente bizarro resulta El Refugio, un lugar tan concurrido los domingos que parte del bar se hunde y la gente acaba tomando sus cervezas con medio cuerpo sumergido.

Aldeas en peligro

Muy temprano por la mañana nos acercamos al embarcadero de Nanay. Este puerto es muy comercial. En la entrada del mismo hay un mercado en el cual se puede conseguir de todo para comer, a la vista saltan los tamales de gallina, sudado de pescado, refrescos de aguaje, cocona, cebada y los coloridos pijuayos. Hay restaurantes y bares, la cerveza San Juan es la más consumida por los pobladores, de sabor ligero pero refrescante, también está la Iquiteña, la cerveza regional. Durante todo el rato los porteadores cargan pesadas cajas en un barco bautizado como «Las Visitadoras».

Desde aquí alquilamos una lancha para adentranos en el Amazonas, serpenteante río que dibuja desde lo alto todo su recorrido. A 183 kilómetros al suroeste de Iquitos se puede llegar a la Reserva Nacional Pacaya Samiria. Su naturaleza es un manto verde que te envuelve. Esta inmensa reserva posee dos millones ochenta mil hectáreas y es una de las más grandes del país y de Suramérica.

Sin embargo, en las profundidades de la selva también se adentran proxenetas ávidos de niñas incautas y familias confiadas. Cuando desembarcamos en la aldea los lugareños nos reciben con una sonrisa; algunos venden pescado, otros, artesanía.

Todos viven en cabañas de madera a orillas del río. Destaca la casa del maestro, Lisandro Aguilar, la única con una gran pantalla plana y equipo de sonido. Una esfera esmerilada de luces como las que colgaban en las viejas discotecas desciende del techo de paja. Aguilar nos enseña orgulloso una computadora básica de color verde que recarga su batería dando vueltas a una manivela. El profesor asegura que fue entregado por el Gobierno y que el año que viene llegarán nuevas portátiles para los escolares con internet por satélite. Mientras charlamos con él, una adolescente juega con un mono de reducido tamaño. Sonríe y de vez en cuando atiende un pequeño kiosco que también se encuentra en la misma vivienda. A su lado, la madre pela las escamas de un pescado.

Cuando tomamos de nuevo la lancha, el guarda del parque nos aclara que esa chica está con el maestro, de 36 años. Ella tiene 16 y lleva dos años con él. Fue una de sus alumnas. «Poco a poco se fue acercando a sus padres, que ahora gozan de algunas comodidades. Por otro lado, la figura del maestro es respetada en las aldeas, son normas diferentes, es la ley de la selva», asegura. A tan sólo unos kilómetros río arriba, encontramos otra aldea, la 20 de Enero, bastante más grande que la anterior. Como es domingo, los nativos juegan un partido de fútbol que se vive con pasión.

El jefe de la comunidad, Juan Guerra, nos recibe en su choza sonriente, aunque cuando le contamos la historia del maestro queda perplejo. «Aquí no ocurren esas cosas, pero es verdad que en otros pueblos más pequeños llegan de la ciudad a captar chicas. Se quedan meses en las aldeas, se ganan la confianza de las familias y luego se llevan a las menores, asegurándoles una vida mejor en Iquitos o Loreto», nos confirma.
Y concluye de manera tajante nuestra charla: «Aquí no hay de eso, nosotros tenemos muy claro que no hay chicos que se dediquen a la pros
titución, sino chicos prostituidos».

 


La ciudad de Pantaleón y las visitadoras

Fue a Iquitos adonde llegó el oficial Pantaleón Pantoja para cumplir la misión de crear una red de prostitutas que se extendiera por la selva amazónica para «calmar» a la tropa del ejército peruano. Esta historia la contó Mario Vargas Llosa en «Pantaleón y las visitadoras» (1973). Los datos de la prostitución infantil en el mundo son escalofriantes. En la India se calcula entre 300.000 y 400.000 los menores prostituidos. En Tailandia, un «paraíso» de la pederastia, se cree que son 80.000 (muchos de ellos no alcanzan los 13 años). En Indonesia, el 20 por ciento de las mujeres explotadas sexualmente son niñas. En toda Asia son esclavizados un millón. Se estima que en Brasil llegue a los 500.000. Muchos de estos menores son contagiados de sida: en el año 2000 murieron por esta causa 50.000 menores.

El «primer» mundo no es ajeno a este problema. Entre Estados Unidos y Canadá se prostituyen en la actualidad a cerca de 100.000 menores (20.000 en la ciudad de Nueva York). Al menos otros 100.000 son explotados en las redes de pornografía infantil.