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Res corrupta
Decía David Hume que «el auténtico principio del gobierno constitucional requiere que se suponga que el poder político será utilizado abusivamente para promover los fines particulares de quien lo determina; no porque siempre sea así, sino porque tal es la tendencia natural de las cosas, para defenderse de lo cual están precisamente las instituciones libres». Esta es la única solución a la natural tendencia del ser humano a la corrupción, que no es más que una consecuencia del egoísmo humano unido a déficits de moral, ética y, sobre todo, de respeto a la ley. De la fortaleza de las instituciones democráticas, de su independencia, y del grado de respeto que a este funcionamiento interno tengan el resto de poderes instituidos o no, dependerá el éxito de la lucha contra la corrupción. Hace unos semanas, adelantaba que en la educación está el principio de la solución, pero a ello se le debe unir el funcionamiento robusto de las instituciones encargadas de prevenirla, perseguirla, y castigarla. Cuanto más se han inmiscuido los políticos en el funcionamiento de todas estas instituciones, más débiles las han hecho, y sobre todo, más les han restado credibilidad social, estando muchas de las mismas, sometidas a injustos procesos de una profunda deslegitimación. Ha llegado el momento de volver a apostar por el normal funcionamiento del sistema a través de sus órganos, actuando cada uno de estos de conformidad con su objeto, su propia lógica, y sometidos a la ley. El verdadero demócrata no es el que más alarde hace de sus valores, sino única y sencillamente, quien más respeta la ley, fruto esencial del sistema democrático. Ahora bien, no debemos olvidar que quienes se corrompen, quienes faltan a sus compromisos y responsabilidad, quienes incumplen la Ley, la moral y los mínimos éticos, son las personas y no las instituciones, no podemos confundir las responsabilidades personales con la legitimación de nuestras instituciones, las cuales en nuestro caso, desde la Corona hasta la más humilde, encuentran su razón de ser en nuestro Pacto Constitucional, expresado en nuestra Constitución, y sobre todo en la legitimidad de ejercicio que tras el advenimiento de la democracia ha acompañado a todas y cada una de ellas. Corromper desde un punto de vista semántico es trastocar la esencia de una cosa, esto es, echar a perder, destruir, arruinar, dañar, pudrir y por ello corrupto es toda aquello que ha perdido su razón natural, y se manifiesta de forma degenerada o descompuesta, y esto sólo se puede predicar de las personas y no de las instituciones, por mas que algunos hayan usado y abusado de las mismas. La corrupción supone una contradicción con los valores y comportamientos. Si bien esta contradicción sólo interesa colectivamente cuando nos referimos a un conjunto de valores admitidos de forma general. Ante este estado de la cuestión, se distingue aquel acto corrupto que supone una contradicción con la norma, que si es de naturaleza penal se convierte en un delito, con las prácticas corruptas, que sin llegar a constituir un delito, suponen una auténtica trasgresión del normal discurrir de las cosas. Cuando se valora un sistema en su conjunto sobre su grado de corrupción, nos podemos encontrar con cuatro tipos, sistemas ideales sin corrupción ni prácticas corruptas, sistemas donde dominan las prácticas corruptas, pero se da poca corrupción; el más raro, sistemas con muchos casos de corrupción pero sin prácticas corruptas, y por último, el caso más grave, ingente cantidad de prácticas corruptas y mucha corrupción. Un sistema responsable debe luchar de igual forma contra las prácticas corruptas y contra la corrupción, porque generalmente lo primero acaba generando lo segundo, siendo totalmente excepcionales los casos en los que se dan supuestos de corrupción, sin un previo estado de prácticas corruptas. En un país que no apuesta por el respeto a los valores colectivos, donde la moral y la ética dejan paso al abuso y al engaño, donde el exceso de subvención y el clientelismo político proliferan, es imposible luchar contra la corrupción. El problema radica en que a veces sólo se pone énfasis en casos de vertiente mediática, confundiendo el interés público del caso por el personaje al que afecta, con la gravedad de la acción ilícita, y por contra se soslaya todo un magma de corrupción sistémica que no alcanza este interés mediático. En cualquier caso sería una grave irresponsabilidad confundir actuaciones personales con el funcionamiento de las instituciones y máxime cuando la persona afectada no la representan. No se debe confundir el derecho y el deber de informar sobre lo que tiene interés público, con la generación el escándalo como mero género de espectáculo televisivo, prescindiendo del rigor y la responsabilidad en el ejercicio de tal importante función en una democracia; como decía Tocqueville en su obra «La democracia en América»: «Amo lo suficiente la libertad de prensa como para tener el coraje de decir lo que pienso».
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