Yemen
Piedad en la Primavera Árabe
Samuel Aranda se acercó hasta que oyó el lamento de un hombre herido. Porque a veces hay que arrimarse para hacer una foto, hasta que la imagen tiemble de verdad. En las fotografías no se oye nada, son silenciosas, están envueltas en una lejanía extraña, como si fuera otro mundo. Como si no fuera nuestro mundo. El dolor ni siquiera es dolor. Pero aquella mañana del 15 de octubre de 2011, en la puerta de una mezquita de Saná, en Yemen, todo eran gritos, disparos, confusión. Todo fue rápido. Una mujer, vestida con un niqab negro y guantes blancos, casi preparados para que se manchen con unas gotas de sangre, coge entre sus brazos a un hombre herido –se cree que un familiar– y consuela su dolor con un gesto de amor tan profundo que parece darle la vida. O detener la muerte. A ella no podemos verle su expresión; él está perdido en el dolor o agoniza. Samuel Aranda dice que ella no gritaba, que no decía nada: sólo le daba consuelo. Con su abrazo ella estaba resistiendo: después de todo, el peso de la Primavera Árabe en Yemen lo llevan las mujeres, ocultas en un niqab. La escena duró apenas unos segundos hasta que evacuaron al joven. Quizá esté vivo, quizá no. Unos segundos y parece una eternidad. Cuando habla el corazón, el tiempo se detiene: en 1499, Miguel Ángel acaban de esculpir «La Piedad» y entregó a la humanidad la imagen del dolor de la madre y la quietud dormida del hijo muerto. Era tan verdadera que dudaron de que un joven de veinticuatro años esculpiera algo llamado a vivir por los siglos de los siglos. El gran Cartier-Bresson decía que eran necesarias tres condiciones para hacer una buena fotografía, o para hacer una fotografía que tuviese alma: ojo, cerebro y corazón. Sabemos que Samuel Aranda hizo está foto, además, con compasión.
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