Cataluña
El drama de la izquierda (II) por César Vidal
La derrota en la Guerra Civil significó el final de los partidos de izquierdas en España, pero no de su influencia. De hecho, el socialismo de camisa azul de la Falange logró que, veinte años después de acabar la contienda, España estuviera sumida en la miseria y al borde de la suspensión de pagos. Si salió de ambas circunstancias y logró empezar una carrera fulgurante hacia el desarrollo se debió únicamente a la liberalización –modesta, todo hay que decirlo– que significó el plan de estabilización. Durante aquellas décadas de larga, solitaria y, sobre todo, muy minoritaria travesía del desierto, se pudo creer que la izquierda había aprendido la lección de sus múltiples errores. No fue, desde luego, el caso de ETA, pero el mismo PCE, responsable de millares de asesinatos en cunetas y checas, enarboló la bandera de la reconciliación nacional y el PSOE se refundó sobre la base de tirar por la borda a la gente del pasado y de imitar ejemplos como los de Olof Palme y Willy Brandt. Cansada de las más diversas derechas y deseosos de algo que fuera distinto, la mayoría de los españoles otorgó su confianza electoral a la izquierda en la convicción de que era símbolo y camino de modernidad, progreso y moderación. Así pudo parecer porque España siguió en la NATO y entró en la Unión Europea con Felipe González como presidente del Gobierno. Pero también hay que decir que hasta ahí llegaron las ilusiones. El PSOE se fue despeñando en el derroche y la corrupción copiando a escala nacional el modelo que Pujol había impuesto en Cataluña. No se trataba de gobernar para todos, sino de mantener unas clientelas lo suficientemente paniaguadas como para perpetuarse en el poder. El clientelismo implantado a conciencia por los nacionalistas catalanes y vascos en sus respectivos feudos pasó a ser ahora la única política real de una izquierda carente de sensatez y dignidad. El sueño – pesadilla para millones de españoles– duró mientras aquella compra poco disimulada de votos y aquel latrocinio aún más visible de las arcas públicas no repercutieron gravemente en la economía nacional. En 1992, era obvio para cualquiera que conservara la cabeza sobre los hombros que la izquierda se había agotado como un limón exprimido y que sólo podía ofrecer paro, deuda y corrupción. Eso sin contar el asesinato y el secuestro encarnados en el terrorismo de estado de los GAL. Felipe González consiguió mantenerse aún en el poder agitando el espectro de la Guerra Civil española –¡qué bajo se puede caer para conservar el caviar, la moqueta y los Cohibas!– pero la izquierda era un cadáver ideológico, económico y, sobre todo, ético. Lo peor es que, por añadidura, a pesar de hablar de renovación, no tenía la menor idea de donde ir más allá de unas frases vacías.
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