Grecia

Los compromisos por José JIMÉNEZ LOZANO

La Razón
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Parecerá mentira pero, en los asuntos públicos siguen repitiéndose las últimas novedades de hace más de doscientos años, el viejo lugar común de que quien escribe o está en el mundo del arte tiene que estar comprometido con su tiempo, y dicho compromiso conviene que sea exhibido convenientemente como una especie de «shibolet» o contraseña o tarjeta de la mejor identidad, como cuando al señor Sagasta le preguntaban por sus filosofías, y respondía: «Allí donde está la libertad, allí estoy yo». O como explicaba el general Espartero su política, diciendo: «¡Cúmplase la voluntad nacional!», que, naturalmente, era la suya. No había más complicaciones en todo esto.

Pero otro asunto es éste del compromiso con el tiempo, porque, si no fuera un puro y vacío lugar común, y se tomara en serio, ello podría adquirir unos tintes bastante siniestros. Por la simple razón de que nos encontramos nada menos que con el fondo y la sustancia de los dos grandes totalitarismos de ayer mismo por la mañana, y cuyas consecuencias aún están ahí: esto es, precisamente el compromiso con el «Espíritu del Tiempo» o «Zeitgeist» y el «Espíritu del Pueblo» o «Volkgeist» a los que todo debe sacrificarse para la futura tierra prometida.

Pero es desde muy antiguo, y digamos para no irnos hasta Grecia, que fue Sir Francis Bacon en su «Novum Organum» quien nos advirtió de que para conocer teníamos que renunciar a toda clase de ídolos o prejuicios y compromisos, cofradías o familias. Y parece que va de suyo, sin necesidad de más filosofías, que el compromiso de un escritor o de un artista como el de un físico o un pegujalero es con su trabajo o su estudio, y con especial cuidado precisamente de no ser asimilado «por la corriente del uso», como decía Cervantes, sino manteniéndose en su casa, y no en la finca hegeliana y post-moderna que se ha hecho para nuestro bien. Y recordando que, como Ernst Jünger vio perfectamente, es cierto que no podemos evitar que nos escupan, pero sí que nos manoseen o nos nombres educadores de conciencias o «ingenieros de almas» que decía el señor Stalin que tenían que ser los escritores.

Lo de don Práxedes Mateo Sagasta, o lo de don Baldomero Espartero, como decía, eran un asunto fácil, sin trampa ni cartón, como explica el viejo y muy expresivo lugar común. Sagasta en sus años jóvenes había sentido cierta debilidad por las jaranas callejeras, y algunos de sus enemigos políticos le recordarían después, cuando era ya ministro de la Corona, que había gritado el eslogan de «¡Abajo la raza espuria de los Borbones»!, pero don Práxedes contestaba tranquilamente que también había tenido el sarampión, pero que éstas eran cosas que pasaban, no eran ideologías. Y, del mismo modo, y con la misma seguridad y «sans façon» que cuando le pedían que explicitase su programa político respondía que «ya que gobernamos mal, gobernemos barato»; que es algo que, sin duda, debería ser práctica de todo gobernante, como penada debería estar la actitud contraria.

Don Baldomero Espartero era más solemne, y, como queda dicho, ante cada decisión que tomaba, afirmaba con mucho énfasis aquello de que se cumpliese la voluntad nacional, que era su santa voluntad, pero tampoco había trampa ni cartón detrás, porque éstas eran cosas que se decían en el oficio que tenía don Baldomero y todo el mundo sabía que no significaban nada, y eran pura retórica.

Así que había mucho literato metido entonces en política, casi como en el XVII en Inglaterra donde la carrera política comenzaba desde luego en las letras, especialmente por la dedicación a la Historia antigua, o hasta a la poesía y la novela; pero no se mezclaban churras con merinas, y la literatura iba por un lado, y la política por el otro. No había siquiera un solo compromiso de cenar, juntas, entre la una y la otra. Esto es, que no se vendía el alma ni se aceptaba ser maestros de fabricar un alma al prójimo.

 

José JIMÉNEZ LOZANO
Premio Cervantes