Arqueología

Las guerras del Machu Picchu

Bingham se llevó la gloria de descubrirlo hace 100 años, pero Lizárraga había llegado antes. Ahora Yale y Perú se pelean por las 43.266 piezas arqueológicas que se llevó Bingham.

Las guerras del Machu Picchu
Las guerras del Machu Picchularazon

Amedida que el tren avanza en su recorrido por el angosto cañón que forma el río Urubamba, el agreste paisaje andino va dando paso a una exuberante selva tropical. La densa vegetación puebla las imponentes paredes de roca que se elevan a ambos lados de la vía férrea que une Cuzco, antigua capital del imperio inca, con la pequeña población de Aguascalientes. Al final del trayecto, y envuelta entre nubes, el viajero obtiene su recompensa, una imagen que permanecerá ya para siempre en su retina: Machu Picchu. La ciudadela inca, «montaña vieja» en lengua quechua, yace impasible y oculta entre los picos de la cordillera de Vilcabamba, a 2.450 metros de altura, y entre una orografía inexpugnable. No es de extrañar, por tanto, que la joya de la corona de Perú, que atrae cada día a 2.500 visitantes, permaneciese invisible a los ojos del mundo hasta hace sólo cien años, al menos oficialmente. Ni siquiera los conquistadores españoles, que rastrearon toda la región arcabuz en mano en busca de los incas rebeldes refugiados en las montañas, fueron capaces de dar con este formidable santuario.

En la mañana del 24 de julio de 1911, Hiram Bingham, un joven explorador estadounidense y con espíritu de «cazatesoros», acompañado por un campesino local, confirmó las leyendas que habían llegado hasta sus oídos, la existencia de unas ruinas incas excepcionales en la zona, que nadie más había pisado desde hacía siglos. O eso es al menos lo que él creía. En la cima del cerro de Machu Picchu, y con la impresionante mole de piedra del Huayna Picchu al fondo, Bingham dio con el hallazgo de su vida y con el que tantas veces había soñado. Tras siglos de abandono, las construcciones y muros de piedra de la ciudadela habían quedado cubiertos por la vegetación y la maleza. Sin embargo, eso no impidió al arqueólogo descubrir una inscripción a carbón en una de las paredes de un templo: «Agustín Lizárraga para la posteridad. 14 de julio de 1902». Alguien había estado allí casi diez años antes que él, y eso cambia sobremanera las cosas para Bingham, que pasó en un instante de saberse descubridor de la que hoy es una de las Siete Maravillas del Mundo, a la decepción de saber que otro se le había adelantado. Por eso nunca contó lo que había visto escrito en los muros de Machu Picchu. Tan sólo una anotación en uno de los cuadernos del aventurero y revelada hace treinta años por uno de sus hijos daba cuenta de que Bingham no fue el primero.

Muerte de Lizárraga
Lizárraga, un agricultor cusqueño arrendatario de unas tierras cercanas al monumento, junto a unos amigos, había atravesado la espesura de la jungla en 1902 hasta el descubrimiento que le costaría la vida. Poco después de que Bingham llegase a Machu Picchu, y viendo cómo peligraba para él la autoría del hallazgo, organizó una nueva expedición en época de lluvias, antes de que National Geographic diese a conocer al mundo la gesta del norteamericano. Desapareció sin dejar rastro en las aguas del caudaloso Urubamba. Puede ser incluso que Lizárraga no fuese tampoco el primero en redescubrir la fortaleza construida por el emperador inca Pachacútec sobre el año 1450. August Berns, en 1867, Herman Göring, en 1874 o Charles Wienner, en 1880, pudieron haber conocido la existencia de Machu Picchu muchos años antes de que Lizárraga o Bingham llegasen, según atestiguan mapas de la zona en los que se hace referencia a la ciudad inca. Lo que sí parece seguro es que su emplazamiento no era un misterio para los campesinos y pobladores locales, cuyas historias y leyendas guiaron a los exploradores en busca de fama y gloria. Bingham, cuya expedición estaba subvencionada por la Universidad de Yale y por la revista científica National Geographic, se llevó consigo 46.332 piezas y objetos arqueológicos «para su estudio» en el Museo Peabody del centro universitario, con el compromiso de devolverlos cuando Perú los reclamase. El país no lo hizo hasta 2007. Tras un difícil tira y afloja la universidad devolvió el pasado mes de marzo 363 piezas, «las de más valor», según el arqueólogo peruano Walter Alva, que se encuentran a la espera de una ubicación definitiva en el Museo del Tahuantinsuyo de Cuzco, muy cerca de donde nacieron hace más de 500 años.