Ferias taurinas
«Glamour» en la arena
Para encontrar un acontecimiento taurino similar a la fiebre desatada por José Tomás entre periodistas e intelectuales, hay que retroceder al verano de 1959, cuando se enfrentaron, mano a mano, dos de los toreros más grandes que ha dado la Fiesta: Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez.
Hemingway seguía a Antonio Ordóñez de plaza en plaza con la obsecuencia de una «groupie». Testimonios de ese amor viril son decenas de fotografías de ambos, como de la intensa relación de amistad y admiración por su cuñado Luis Miguel Dominguín. La revista «Life» le había encargado un largo reportaje del esperado mano a mano de los toreros, para cuya preparación volvió a España y siguió al matador rondeño de plaza en plaza durante aquel sofocante verano.
La vuelta a los ruedos de Luis Miguel Dominguín, tras su retiro, logró una expectación inusitada entre los aficionados, pese a que Dominguín nunca había querido rivalizar con su cuñado. Gloriosa fue la corrida en la que los diestros lograron diez orejas y cuatro rabos. Hemingway llegó a publicar tres reportajes y un libro titulado «El verano peligroso».
En los años 50, Madrid era una fiesta y los toros la expresión pública más chic. Las plazas se llenaban de «glamour» hollywoodiense, de intelectuales, aristócratas, cineastas y escritores, como cuenta Peter Viertel en su autobiografía. Se admiraba tanto a aquellos diestros, ataviados con sedas y alamares, que sus corridas se seguían como una liturgia de la muerte, glosada por canciones de Brel, Becaud y Aznavour, en las que veían al toreador como un don Juan.
Era corriente ver a Orson Welles fumándose un puro habano y filmando en el callejón con su cámara de 16 mm. A los tendidos acudían Edgar Neville, Pemán, Truman Capote, Deborah Kerr y Ava Gardner a admirar a Bienvenida, El Litri o El Cordobés, figura mediática que concitó el entusiasmo popular, como hoy José Tomás.
Nunca hubo una época en la que los matadores levantaran esa pasión por el toreo. Picasso contagió su entusiasmo a Jean Cocteau y Orson Welles quiso que sus cenizas se enterraran en la finca de Antonio Ordóñez. Coincidió con los rodajes de superproducciones, era corriente ver en Las Ventas a Frank Sinatra, Sophia Loren, Grace Kelly y la Duquesa de Alba ataviada de manola. Por entonces, la televisión comenzó a retrasmitir las corridas, hasta que Zapatero, el más antitaurino de los presidentes, las prohibió.
Son míticas las juergas locas, mientras el régimen hacía la vista gorda y toleraba todos los excesos. La fiesta comenzaban con el cochinillo asado en la taberna Botín y seguía en el vestíbulo del Hotel Wellington, de donde partían a Las Ventas. De noche, copas en Chicote, de donde, ya macerados, marchaban al tablao y, al alba, juerga gitana en el dúplex de Ava Gardner o en el piso de Lola Flores.
En aquellas noches de orgías sordas y desacato, Ava Gardner, ciega de «sol y sombra», podía torear coches en la Castellana mientras Cocteau se lamentaba: «Nosotros no disponemos de nada de carácter nacional comparable a las corridas y el flamenco».
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