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La Razón
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Le preguntaron a Curro Romero: ¿Qué público le gusta más, el de Madrid, el de Sevilla o el de Bilbao? Y el maestro respondió: «El del tenis». Me figuro que don Francisco se refería al público de Wimbledon, porque el francés es insoportable. Sólo hay un público más antipático, parcial, injusto y soez que el de la Plaza de Las Ventas de Madrid. El de las canchas de «Roland Garros». Lo padecen con especial paciencia los tenistas españoles. Y la acidez es unánime, en tanto que el público venteño, de cuando en cuando, muy de cuando en cuando, se enfrenta a los gamberros que se autodenominan «puristas». El tostón de feria de San Isidro que hemos sufrido es consecuencia de muchos años de falso «purismo», de intolerancia con las figuras, de rencor social con los que destacan y de imbecilidad colectiva. El público normal –no me refiero al que desfila por Las Ventas en los días de cartel grande–, se deja influir por el verde sector de la grosería y sólo en ocasiones muy lacerantes, hace patente su malestar. En el parisino «Roland Garros», la grosería es casi unánime cuando juega un español. Y la razón no es otra que la envidia. Desde que Noah, aquel gran tenista negro francés, consiguiera el triunfo en la década de los ochenta del pasado siglo, los franceses no han vuelto a ganar, en tanto que los españoles lo han hecho en más de una decena de ocasiones. Si la memoria no me falla, Bruguera, Ferrero, Moyá, Nadal en cuatro ocasiones, lo han conseguido. Arancha también. Y en la presente edición, es más que probable que Nadal triunfe de nuevo. De los setecientos franceses que se presentan, sólo queda el polinesio Tsonga. Y eso no se perdona. Excepto en la Copa Davis, el público tradicional de tenis ha sido siempre deportivo y educado. En Wimbledon, donde no gana un británico desde que Churchill terminó sus estudios universitarios, se mantiene el señorío entre los espectadores. Van al tenis a disfrutar del tenis, no a que triunfe un inglés. Ahora, con el escocés Murray, la esperanza de una victoria británica está al alcance de la mano, pero no es lo primordial para el público londinense. En París, la obsesión ha envenenado a los espectadores, y cuando un español es el que disputa un partido, la obsesión se convierte en suciedad. Aun así, los nuestros pasan las eliminatorias mientras los franceses caen con admirable persistencia. El futuro de «Roland Garros» se nubla. No porque los españoles consigan la victoria, sino por la limitación de sus instalaciones, ubicadas en el Bosque de Boloña. Se necesitan cinco hectáreas más para cumplir los mínimos requisitos de adecuación a los nuevos tiempos, pero los ecologistas se han puesto farrucos. Y detrás de todo eso, andan Tiriac y nuestro gran Manolo Santana –el primero que triunfó en París–, ofreciendo Madrid para organizar un nuevo «Grand Slam», con una Caja Mágica que puede cubrir sus tres canchas principales en menos de diez minutos si la lluvia se presenta. Y los rumores han acentuado la falta de estima del público de París hacia los españoles, a los que no soporta. Todo eso, en un deporte en el que la educación, la ecuanimidad y la deportividad son tan fundamentales como las raquetas, las pelotas, las líneas y la red.No termino de comprender esa aspereza. Francia nos gana en casi todo. Es más rica, está más unida y cohesionada, tiene mejores quesos y su territorio es un inmenso jardín. Otra cosa es que no tenga mejores tenistas, pero esa situación de clara inferioridad respecto a España no es culpa de los españoles. Es más, de ser imparciales –pedir que un francés sea imparcial es como exigir a un esquimal que cuide a sus renos con taparrabos–, tendrían que admirar el fruto de una continuidad elogiable desde cualquier punto de vista. Desde Santana y Orantes hasta Nadal, a ver quién es el guapo que mejora el respeto y la calidad del tenis español en «Roland Garros». Querer ganar es respetar al público y al campeonato. Nuestros tenistas, más que un soez comportamiento del público, merecen la correspondencia del respeto. Pero «¡Oh la lá!» eso no se produce. En tal tesitura, «¡Oh la lá!» y que les den.