Historia

Getafe

El estramonio

La Razón
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Yo paso varios meses al año en una casita de la sierra del Guadarrama, aquel espejismo azul que mi padre me mostraba, asomándome al Campo del Moro. Vista desde allí –desde el mismo punto que la miró y la reprodujo Velázquez– aquel paisaje trasparente me fascinaba. – «¿Allí vive gente?», preguntaba. – «Viven los Isidros, los campesinos del Norte, aquellos que hacían requesón para las reinas de España y para el pueblo de Madrid y bajaban sacos de nieve para hacer sorbetes. Pero también hay águilas y ciervos y lugares donde, antes, celebraban las brujas sus aquelarres».

Justísimo. Ahora vivo a escasos kilómetros del pequeño pueblo de Valdemanco, al pie de una montaña de granito impresionante, un cataclismo detenido, de piedras redondas y amenazantes. Yo subo a menudo al cementerio nuevo del pueblo. El cementerio de pueblo menos melancólico y dramático que conozco, un cementerio risueño. Pero situado al pie de ese escenario de ópera épica y verdiana, pintiparado para la celebración de aquellos aquelarres madrileños y goyescos a los que mi padre aludía.

Este año he subido allí con unos amigos para disfrutar de aquel paisaje incomparable. Y, días pasados, vimos un montículo de tierra removida, en donde crecía una planta extraña, de un verde profundo, hojas de una simétrica complicación, un fruto espinoso y un olor finamente nauseabundo, que debe repeler a muchos animales de pezuña. Porque la bonita y extraña planta, nacida al pie de un cementerio es, ni más ni menos, que el «estramonio».

Este «demonio vegetal» es muy corriente. No hace mucho que un cocimiento de estramonio, mezclado con alcohol y quién sabe qué otras porquerías, se llevó la vida de dos jóvenes en Getafe. El bueno de su alcalde ordenó arrancar cuantas plantas de estramonio creciesen por aquellos lugares. Pero es como declararle la guerra a una invasión incontrolable, a las arañas o a las golondrinas. El estramonio crece por todas partes y es algo tan natural como los hongos venenosos, y de efectos alucinógenos, que las clásicas hechiceras empleaban para confeccionar «el unto» diabólico con el que «se colocaban» en sus privadas y secretas juergas de compensación a su miseria y su marginación social. Esta teoría tan simple, pero tan veraz, la desarrolla el gran historiador francés Michelet en un bello y apasionante ensayo, que recomiendo, titulado «La bruja». Existen cantidad de estudios sobre la materia, pero Michelet es un historiador poeta que nos impacta muy especialmente.

Pues bien: dicho esto, mi reflexión se orienta hacia la peste que, desde hace un tiempo, supone la democratización de antiguas y vernáculas drogas –que ya se emplearían en los misterios eleusinos– para hacer un viaje doméstico y barato a las regiones del éxtasis supuestamente demoníaco, que sólo es una borrachera, una curda, una merluza superior, de esas que hacen perder los exámenes a muchos estudiantes que buscan «la movida» incesante y de sesión continua. Algunos logran contenerse, pero otros se tiran a la piscina desde un balcón, con tan mala fortuna que ya no tienen que examinarse nunca más.
 
Así, pues, embrujarse y endemoniarse los sábados está al alcance de todo el mundo, de los niños, que son los más locos de la vida.

Se ha dado al traste con el prestigio legendario y novelesco de las drogas. Con el prestigio de la poca gente endemoniada –hechiceros, artistas, grandes señores sospechosos– que aderezaban los relatos góticos y románticos.

Ahora, lo que más sorprende y desencanta es que todo el mundo pretenda volverse Drácula borracho, tener visiones y alcanzar las cimas de lo prohibido, como la élite más elegante y satánica de ese pasado legendario y romántico. Y esto se prueba y se practica muy prosaicamente en un campus de Universidad, en un modesto y simple burdel, lo degusta una costurera en su guardilla, un matrimonio de funcionarios en su alcoba, los mozos del pueblo en su botellón ceremonial. ¿Cómo lo hubiera interpretado Michelet? ¿Cómo debemos interpretarlo nosotros? Todavía estoy a la espera de que sociólogos y filósofos me lo expliquen con la mayor sencillez y contundencia. A lo mejor, resulta ser la cosa más natural del mundo y hasta necesaria para el equilibrio ecológico.